Anacrónica
G. Abraham Reyes
Lic. En Comunicación y Periodismo, UNAM
A Erika Chávez
Adolescencia: tierra arada por una idea fija.
Cuerpo tatuado de cicatrices resplandecientes.
Octavio Paz
Al calor del café, frente a la computadora, un hombre se pregunta muchas cosas…
-De qué puede escribir uno en estos días- me pregunté varias veces sentado en el asiento del microbús ya de regreso a casa-. Serían más o menos las once de la noche. Minutos antes había despedido a los amigos en la estación del metro, platicamos de muchas cosas que para entonces ya no recordaba. Me sentía agobiado, apunto de abordar el microbús pensé que había llegado la hora de cerrar cuentas. De hacer consciencia de todas mis acciones durante el día. No con el afán de arrepentimiento, ni tampoco por querer ser cada día una mejor persona.
– Siempre el tiempo, siempre-me dije-.
-Es una cuestión muy personal que, quizá, sólo yo entiendo-.
Traté de recapitular el día:
-Nada fuera de lo común -. Pensé que estaba bien que fuera así, no me hubiera gustado cargar nuevo peso a mi vida. Resumiendo cuentas concluí que todo era contingente, lo cual no debía preocuparme demasiado. Sin embargo, algo no me dejaba engañarme a mí mismo; sin duda es fácil recuperar el equilibrio cuando uno se da la razón, esto es, cuando uno se traiciona a sí mismo. Sabía indudablemente que durante el día algunas cosas las había llevado a cabo por el camino equivocado. Otras no las había cumplido. Fantasmas del pasado volaron sobre mi consciencia. Concluí, como otros días, que a veces cuesta trabajo estar vivo. Entonces pensé en lo que tenía que hacer, tarea, trabajo y demás. Enseguida me vino a la mente la pregunta: qué puede escribir uno en estos días. En un crucero el microbús se detuvo, en seguida un vendedor de palanquetas abordó la nave seguido de un vocifero que decía: ¡A peso, a peso las palanquetas¡ De inmediato recordé el sabor a cacahuate endulzado, y busque en la bolsa el cambio que el cobrador me había regresado minutos antes. Percibí desde la punta que el vendedor hizo buena venta hasta que llegó a mi lugar, casi al final de la fila. Compre tres palanquetas, tenía demasiada hambre. Sólo me sostenía el desayuno y una torta al medio día. Al comer las palanquetas pensaba lentamente lo que había pedido el maestro de Taller de prensa: una crónica, eso pidió el maestro, una crónica.
-Antes escribí crónicas, creo que eran bastante buenas, pero ese fue otro tiempo- me dije-. Me pregunté, como casi todos los días, si acaso no había perdido el camino. Antes creía en el destino muy románticamente, eso implicaba muchas cosas. Hoy creo que sí; el hombre nace con un destino. Pero no es el destino del hombre vivir éste, sino salir de él, y así, como decía Ortega: encontrarse en el mundo.
Terminé las palanquetas sin saciar mi hambre, aumentarla fue lo único que logré. Junto a mí venía sentada una señora muy joven que llevaba en brazos a un pequeño, podría decirse casi un recién nacido. Recordé a mi sobrina Andrea, la alegría me inyectó el corazón, por un momento el mundo se me hizo más parejo. Intenté adivinar qué estaría haciendo en ese momento allá en casa. -Ya estará dormida-me dije-. -Cómo estará Elena -pensé-. En ese momento el microbús viró bruscamente hacia la izquierda, la señora se tambaleo al resistir el empuje de un señor que se recargo en ella para no perder el equilibrio, a su vez ambos cuerpos me empujaron sacándome de mi transe. Es una pericia o algo así, cuando quiero pensar algo me pierdo, me voy del mundo. Parezco Jonhy Carter en El perseguidor de Cortázar: a veces creo que “…no pienso; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo, quizá lo que pasa es que uno piensa por su cuenta…”
Pasado esto recargue mi rostro en el cristal sucio, divisé el Hospital General, en seguida el establecimiento de servicios funerarios. -Estoy cerca- me dije-. Pedí permiso a la señora que a su vez miro al fulano que estaba parado junto a ella para que se hiciera a un lado. El fulano se movió, y la señora fue acomodando a su hijo en mi lugar mientras me levantaba. A mi paso se acercó un señor presionando el botón rojo que de inmediato avisó al chofer con el sonido. El microbús se detuvo, decidí bajar también.
-Después de toda mi casa se encuentra a uno cuantos pasos – me dije-.
Abordé la banqueta con paso lento, saqué un cigarro de la bolsa de la camisa. Batallé un rato buscando los cerrillos en la mochila sin tener suerte hasta que encontré el encendedor. Revise la hora en el celular: once cincuenta y cinco. Le resté los quince minutos habituales, once cuarenta. Siempre he adelantado el reloj quince minutos, me lo inculcó mi padre para hacer rendir más el tiempo, según me dijo. “Si sumas los quince de cada hora, veras qué de cosas puedes hacer sin contar con el tiempo normal”. – Relojes, malditos relojes, siempre mienten-. A veces pienso cosas que para “pensarlas” tardaría un día entero, sin embargo, han transcurrido veinte minutos.
A pocos metros de casa empecé a planear lo que haría. En mi mente me vislumbre en la cocina calentando agua para café, hurgando algo para cenar. Llegué a la puerta, por precaución eche un vistazo por todas partes para cerciorarme de que nadie me seguía. Abrí y entre a otro mundo y a otro tiempo: mi casa. Todo en su lugar, el coche, mi motocicleta tranquila y esperándome junto a él. El jardín bailando al ritmo del viento nocturno atravesando el cobertizo. Una especie de paz revoloteó en mi espíritu. –Seguramente todo ha salido bien este día, la paz se respira en todas partes- me dije-. Encendí la lámpara del estacionamiento y penetré en la casa por la puerta de visitas. Sé que a mi madre le molesta, pero desgraciadamente no tengo llave de la otra puerta. Dice que “entrar por esa puerta en tu propia casa es casi como si entrara un extraño”. Ella cree que la casa está viva, y que su corazón somos los seres que la habitan.
Inmediatamente me dirigí a la cocina, cogí el encendedor, abrí la llave del gas de la estufa y encendí la flama, la regule según mi creencia de que los alimentos saben mejor a fuego lento. Un pedazo de bistec en la sartén me esperaba. Recordé a mi amiga Yoselin y las palabras que me dice cada que me ve comer carne: “vas a reencarnar en perro, te lo aseguro”. Ella es budista, por lo tanto vegetariana. Me ha dicho que no bebe alcohol, aunque le he visto discretamente ingerirlo. – ¡Hipócrita!- exclamo-.
Llené hasta el borde la cafetera y la puse al fuego. En unos minutos tenía una suculenta cena. En el refri encontré ensalada y un poco de salsa. –Café, bistec, ensalada y salsa, qué desequilibrado soy- me dije al dirigirme con charola en mano hacia la sala-. Toda la casa estaba en silencio. Posé la charola sobre la mesa de centro y la recorrí hasta casi topar con el rechoncho sillón que engalana la pieza. Sólo dejé espacio para los pies. Cené distinguidamente, sin más testigos que los muebles. Pensé en encender la televisión, luego decidí que mejor terminaría de cenar sin tropiezos. -Así podré hacer algo de todo lo pendiente que tengo-. En general siempre digo lo mismo, a veces me quedo dormido frente a la computadora recostado en el sillón, en fin.
Duermo tarde, tengo esa costumbre desde hace tiempo. Cuando pequeño pensaba que dormir era para la gente grande, yo quería jugar hasta el cansancio y no ir a la escuela. Hoy que estoy algo grandecito veo que la mañita se me quedó, la de dormir tarde, excepto lo de jugar e ir a la escuela. Asistir a la escuela es, quizá, lo que me da sentido, lo que da sentido a mi vida. Cuando tenía veinte años trabajé de mesero en un bar. La costumbre de dormir tarde, aunado a esto, trabajar toda la noche, y estar alcohólico la mayoría del tiempo condiciona. Casi dos años de mi vida los dediqué a la vida nocturna, entre copa y copa, botella tras botella transcurrió mi existencia. Es por eso que a veces disfruto la soledad, me gusta extenderme en mí mismo.
Pasada la cena me refrendé un café cargado. Recogí los trastos, pasé al baño y enseguida subí a mi habitación; mi sub-mundo o espacio separado. Para mí una casa es como un miniuniverso, quizá sea influencia de mi madre, me parece que la forma en que esté organizada tu casa es la visión que tienes del universo. Es una mini concepción de cómo crees que está organizado el mundo. Cuartos por aquí, cuartos por allá, baños, escaleras, segundos pisos, jardín etc. Más cuando tú eres el que la planeas, es decir, cuando te sientes Dios. Obviamente por ser simples hombres esto es más complicado.
-Todo en orden, que bien-. Mi habitación, esto es, donde habito, es de alguna forma una guarida y una puerta a otro mundo. En ella yacen todas las cosas íntimas de mi vida. Al fondo mi miniestudio reposa tranquilamente esperando que alguien le de vida. Mis libros, la computadora, el sillón negro que larga por todos lados pedazos de tela.
-Cómo sacar del juego a lo cotidiano-me digo recostado en mi sillón-. Al momento resucito la computadora que se inflama de colores frente a mi rostro. Una crónica, tengo que escribir una crónica. -Me gusta escribir crónicas de viajes, eso me encanta-me digo en la mente-. –Pero ¿una crónica de algún suceso personal?, de algo más personal-. – ¡Cómo darle ojos al lenguaje! ¡Cómo acertar con la exacta desesperación del hombre!
-¿Es tan difícil escribir?-. -No; lo que duele es no tener qué decir-.
Este es, sin duda, uno de los problemas más viejos del hombre: qué escribir. Y es, sin duda, uno de los que más cansa. Me he preguntado lo que constantemente se preguntó Miguel Guardia: “…de qué sirve aumentar el cementerio de frases y lápidas oscuras si hoy día el hombre es incapaz de reconocer el nombre de sus muertos” porque se sabe que “…de ante mano todo esta perdido”. Incluso: “la dignidad de lo verdadero”. Si hay “…tantas cosas que decir, y tantas, que aunque fueran dichas, no serían recordadas”. Recuerdo que otra noche simplemente para escribir un poema tuve que pelear con el Tiempo. -¿Será que a veces se está tan acostumbrado a ver algo, que ese algo pierde sentido para uno?-. -¿Ese Logos se vuelve I-Logos, locura, desorden, caos, en suma, sin sentido?-.
-Pensar es ver con los ojos del espíritu- me dijo alguna vez un maestro-. He llegado hasta este teclado donde conecto mi espíritu con la letra, que se refleja a su vez en este espejo-monitor donde escribo e inscribo mi pensamiento. Tengo que escribir una crónica y no sé si logre mi cometido. El caso es que he escrito durante horas, he bebido demasiado café para aguantar mi batalla con el Tiempo. Tengo un problema con el Tiempo, lo acepto. Presente, pasado, futuro. ¡Bah! -Todos los tiempos son este presente- decía Paz-. –Pero cómo salir de lo cotidiano-. -La cotidianeidad de la vida circunscrita aun presente eterno ¿sin futuro? porque el hombre se ha estrellado en la pared-. -¿El hombre ha caído al abismo?-.
Creo que ahora dormiré, no sé si he cumplido mi cometido de escribir una crónica más personal, sin duda he relatado el viaje que diariamente hago de la escuela a mi casa. No sé qué hora es, y no me importa. Después de todo soy libre, soy un ojo de luz, una explosión de silencio: un enorme punto ardiente…
Marzo de 2007
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