miércoles, 9 de abril de 2008

TEXTO de Eduardo Galeano: Espejos

Invisibles

El héroe

¿Cómo hubiera sido la guerra de Troya contada desde el punto de vista de un
soldado anónimo? ¿Un griego de a pie, ignorado por los dioses y deseado no
más que por los buitres que sobrevuelan las batallas? ¿Un campesino metido a
guerrero, cantado por nadie, por nadie esculpido? ¿Un hombre cualquiera,
obligado a matar y sin el menor interés de morir por los ojos de Helena?

¿Habría presentido ese soldado lo que Eurípides confirmó después? ¿Que
Helena nunca estuvo en Troya, que sólo su sombra estuvo allí? ¿Que diez años
de matanzas ocurrieron por una túnica vacía?

Y si ese soldado sobrevivió, ¿qué recordó?

Quién sabe.

Quizás el olor. El olor del dolor, y simplemente eso.

Tres mil años después de la caída de Troya, los corresponsales de guerra
Robert Fisk y Fran Sevilla nos cuentan que las guerras huelen. Ellos han
estado en varias, las han sufrido por dentro, y conocen ese olor de
podredumbre, caliente, dulce, pegajoso, que se te mete por todos los poros y
se te instala en el cuerpo. Es una náusea que jamás te abandonará.

Americanos

Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre
que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían,
¿eran ciegos?

¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al
chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés,
Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?

Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la
Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos?

Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del
nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que vivimos en
las otras Américas, ¿qué somos?

Fundación de las desapariciones

Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los
desaparecidos de la última dictadura militar.

La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición
como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el
general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la
crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus
queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.

En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los primeros
desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó
conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La Patagonia
era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por nadie.

Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y
renunciaron a la tierra y a todo, fueron llamados indios reducidos:
reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron vencidos a
balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos sin
nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también:
repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de
memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.

Padre ausente

Robert Carter fue enterrado en el jardín.

En su testamento, había pedido descansar bajo un árbol de sombra, durmiendo
en paz y en oscuridad. Ninguna piedra, ninguna inscripción.

Este patricio de Virginia fue uno de los más ricos, quizás el más, entre
todos aquellos prósperos propietarios que se independizaron de Inglaterra.

Aunque algunos padres fundadores de Estados Unidos tenían mala opinión de la
esclavitud, ninguno liberó a sus esclavos. Carter fue el único que
desencadenó a sus cuatrocientos cincuenta negros para dejarlos vivir y
trabajar según su propia voluntad y placer. Los liberó gradualmente,
cuidando de que ninguno fuera arrojado al desamparo, setenta años antes de
que Abraham Lincoln decretara la abolición.

Esta locura lo condenó a la soledad y al olvido.

Lo dejaron solo sus vecinos, sus amigos y sus parientes, todos convencidos
de que los negros libres amenazaban la seguridad personal y nacional.

Después, la amnesia colectiva fue la recompensa de sus actos.

La Justicia ve

La historia oficial de Brasil sigue llamando inconfidencias, deslealtades, a
los primeros alzamientos por la independencia nacional.

Antes de que el príncipe portugués se convirtiera en emperador brasileño,
hubo varias tentativas patrióticas. Las más importantes fueron las de Minas
Gerais y Bahía.

El único protagonista de la Inconfidencia mineira que fue ahorcado y
descuartizado, Tiradentes, el sacamuelas, era un militar de baja graduación.
Los demás conspiradores, señores de la alta sociedad minera hartos de pagar
impuestos coloniales, fueron indultados.

Al fin de la Inconfidencia bahiana, el poder colonial indultó a todos, con
cuatro excepciones: Manoel Lira, João do Nascimento, Luis Gonzaga y Lucas
Dantas fueron ahorcados y descuartizados. Los cuatro eran negros, hijos o
nietos de esclavos.

Hay quienes creen que la Justicia es ciega.

Olympia

Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de mármol o
bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento.

Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la
Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la guillotina le
cortó la cabeza.

Al pie del cadalso, Olympia preguntó:

–Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿por qué no
podemos subir a las tribunas públicas?

No podían. No podían hablar, no podían votar.

Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el
manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland.
Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La
condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había
traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos
valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los
masculinos asuntos de estado.

Y la guillotina volvió a caer.

Los invisibles

En 1869, el canal de Suez hizo posible la navegación entre dos mares.

Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que el pachá Said y
sus herederos vendieron el canal a los franceses y a los ingleses a cambio
de poco o nada, que Giuseppe Verdi compuso la ópera Aída para que fuera
cantada en la inauguración y que noventa años después, al cabo de una larga
y dolida pelea, el presidente Gamal Abdel Nasser logró que el canal fuera
egipcio.

¿Quién recuerda a los ciento veinte mil presidiarios y campesinos,
condenados a trabajos forzados, que construyendo el canal cayeron asesinados
por el hambre, la fatiga y el cólera?

En 1914, el canal de Panamá abrió un tajo entre dos océanos.

Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que la empresa
constructora quebró, en uno de los más sonados escándalos de la historia de
Francia, que el presidente de Estados Unidos, Teddy Roosevelt, se apoderó
del canal y de Panamá y de todo lo que encontró en el camino, y que sesenta
años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Omar
Torrijos logró que el canal fuera panameño.

¿Quién recuerda a los obreros antillanos, hindúes y chinos que cayeron
construyéndolo? Por cada kilómetro murieron setecientos, asesinados por el
hambre, la fatiga, la fiebre amarilla y la malaria.

Las invisibles

Mandaba la tradición que los ombligos de las recién nacidas fueran
enterrados bajo la ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran cuál
es el lugar de la mujer, y que de allí no se sale.

Cuando estalló la revolución mexicana, muchas salieron, pero llevando la
cocina a cuestas. Por las buenas o por las malas, por secuestro o por ganas,
siguieron a los hombres de batalla en batalla. Llevaban el bebé prendido a
la teta y a la espalda las ollas y las cazuelas. Y las municiones: ellas se
ocupaban de que no faltaran tortillas en las bocas ni balas en los fusiles.
Y cuando el hombre caía, empuñaban el arma.

En los trenes, los hombres y los caballos ocupaban los vagones. Ellas
viajaban en los techos, rogando a Dios que no lloviera.

Sin ellas, soldaderas, cucarachas, adelitas, vivanderas, galletas, juanas,
pelonas, guachas, esa revolución no hubiera existido.

A ninguna se le pagó pensión.

(Capítulos del libro Espejos/ Una historia casi universal, de Eduardo
Galeano, que pronto estará en librerías)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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