martes, 18 de diciembre de 2007

DISCURSO de Carlos Monsivais


Entrega UV Doctorado honoris causa a Carlos Monsivais

Discurso:


El doctorado honoris causa de esta casa de estudios es una distinción que al honrarme, me obliga al silencio coaligado de mi modestia y mi envanecimiento.

Pertenecer de nuevo a una institución tan esencial en el desarrollo del estado de Veracruz, y tan valiosa nacionalmente, me provoca lo que podría llamar una alegría responsable.

A esta solicitud de ingreso, añado el complemento personal: dedica a estas líneas a un gran figura de la Universidad Veracruzana y de las letras en español, Sergio Pitol, mi maestro, mi amigo, mi contemporaneo de regocijos literarios, fílmicos y de luchas políticas.

Quiero concentrarme a un conjunto de instituciones acosadas, difamadas y, que pese a todo, mantienen su vitalidad y su potencia: las universidades públicas.

En todo América Latina y muy específicamente en México, las UP cumplen desde el siglo XX funciones indispensables y esenciales; entre ellas, son el centro más destacado y constante de producción intelectual en cada país y en momentos crítico suelen asumir la defensa de las libertades y atraer el odio o la enemistad activa del autoritarismo, por ejemplo, la UNAM en 1958 y 1968, las universidades de Argentina en el periodo de la guerra sucia, las de Chile durante la dictadura de Pinochet, las de Perú en el periodo de Fujimori –añádase la criminalidad de Sendero Luminoso–, las de Venezuela en la actualidad, las de Guatemala en el periodo dictatorial donde se secuestra y asesina a rectores y profesores, las de El Salvador, Bolivia y Ecuador.

Son, tal vez, las universidades públicas el gran espacio de atención a las libertades críticas, y por ello han pagado las consecuencias. Eso en México queda en evidencia trágica durante el régimen de Gustavo Díaz Ordaz, se invade la Universidad de Sonora y la Universidad Nicolaita de Morelia, se invade la UNAM el 18 de septiembre de 1968 y se produce la matanza del 2 de octubre.

En la larguísima etapa anterior a la década de 1990, un elemento determinante es, y uso el eufemismo, el poder de convocatoria de la burocracia del Estado; es en pro del empleo, del prestigio, de las oportunidades comparativas o genuinamente privilegiadas, por lo que obliga, en un número amplio de casos, a burocratizar el proceso mismo de formación en las universidades públicas, y se construye, durante un periodo más de escatofagia que de estatolatría, el lugar común no exactamente cierto y no necesariamente falso: las universidades, estaciones de paso de los ambiciosos, los inteligentes, los astutos, los acomodaticios, los alucinados por el poder. A esto le responden cada generación, un sector reducido, o algo más vasto, de estudiantes y profesores que emprenden trazos utópicos, en el mejor sentido del término.

Por ejemplo, en 1968, cuando sustancialmente el movimiento estudiantil lucha por imponerle los derechos constitucionales y los derechos humanos a un gobierno y a una clase gobernante que los desprecia.

Luego, la mayor parte de los proyectos idealistas o utópicos se traslada a la sociedad y con esto viene a menos, o se aísla, una e las actitudes básicas del radicalismo declamatorio en las universidades públicas, la vocación mesiánica.

Si se examina el 68, se verá que el movimiento estudiantil hace radicar su mesianismo en unas cuantas consignas: no queremos olimpiada, queremos revolución. Pero es, en lo esencial, democrática y sin vertientes antiintelectuales, luego en diferentes etapas, el sectarismo se adueña por un tiempo de los espacios universitarios, como ocurre en el Perú durante el maoismo trepidante y en México en la UNAM de 1999.

La carga depresiva del concepto y la realidad de la universidad de masas, que existe simplemente porque hay masas en las universidad, alimenta el prejuicio sobre la degradación estudiantil y académica y la desaparición de los antiguos niveles de conocimiento, se supone que muy elevados.

No es esto tan cierto, hoy en términos generales la vida académica es más informada y productivas, y no sólo por la proliferación de centros e institutos de investigación, sino también porque los académicos son ahora la masa crítica que remplaza a los intelectuales públicos, especie en extinción, pero la leyenda denigratoria pesa, y al no reconstruirse o desmontarse el concepto universidad de masas, éste continua operando negativamente con resultados psicológicos, políticos y culturales, similares a los detentados por los términos subdesarrollo y tercermundismo.

A la penuria económica de la mayoría, se añade la noción fatalista: la universidad de masas siempre será un lugar deprimido, falto de recursos esenciales, con atrasos en los tecnológico, esto mientras la literatura ocupa el sitio y el reconocimiento antes asignado al bachillerato, y el posgrado o doctorado es, en términos reales, la nueva licenciatura.

A las universidades públicas se le debe un impulso decidido a la difusión cultural, en un momento fue la universidad para el pueblo, eso en la UV se sabe muy bien, la Orquesta Sinfónica de Xalapa es un prueba, la editorial en la época de Sergio Galindo y la actual también lo demuestra; la UNAM y en todas las demás universidades públicas ha habido una difusión de la cultura muy importante.

En el caso de los profesionistas de las ciencias sociales, los de vocación meritocrática se dirigen a la puerta estrecha que se abre especialmente a los de las universidades privadas, cuyo mérito no discuto, pero cuya aceptación social y profesional suele ir por delante de sus méritos.
Mientas, se acrecienta la frustración de los que a diera se enteran de: Ah, el título ya no es garantía alguna de ascenso o empleo. El chiste clásico: se solicitan cinco abogados y una bicicleta. Según las clases gobernantes el conocimiento sin relaciones adecuadas de clase e ideología enarbolada es puro analfabetismo y el arrinconamiento de los egresados de las universidades públicas afecta por igual a las capitales y las regiones de América Latina. Aviso oportuno: aquí los empleos se consiguen, previa cita, en el bosque genealógico.

En las universidades públicas, se han vivido en estos años, la dramática reducción salarial, la disminución tajante de los relevos generacionales, el crecimiento burocrático que consume cerca del 80 por ciento de los presupuestos y también desde hace 2 o 3 décadas, la creciente preferencia de las clases gobernantes por los egresados de universidades privadas, sea por razones de calidad, por motivos ideológicos, no pierden su tiempo con tonterías subversivas, por causas de valoración incluida –han tenido todo su tiempo para prepararse sin problemas económicos– o por imperativos genealógicos –son de buena familia–.

Insisto, mi tema no es la calida de la formación de las universidades privadas, sino la campaña de rumores del neoliberalismo que quieren sen dictamines de eficiencia prestigiosa que a la letra dicen: las universidades públicas son, el orden de los factores no altera el relevamiento, inmensos estacionamiento de desamparo vocacional, estetas del conocimiento anacrónico, sitios de retención y entretenimiento de legiones de adolescentes y jóvenes, ámbito del acecho de las oportunidades que les niega el determinismo de clases; sin embargo, y pese al desdén presupuestal y social del gobierno federal, muy notorio durante el régimen de Zedillo y Fox y no pocas veces de los legisladores, las universidades públicas siguen cumpliendo, y con eficacia no desdeñable, funciones indispensables.

Habitúan en alguna medida, a partir de la expansión de la educación media a sectores considerables a prácticas culturales inusitadas, lecturas, discusión de temas y autores, asistencia por lo menos ocasional a conciertos y recitales, cultura fílmica cada vez más acentuada, obras de teatro etcétera; lo que entre otras cosas, y por así decirlo, normaliza la frecuentación del libro en medios avasallados por las exageraciones del antiintelectualismo.

Aclimatan la pluralidad y la renovación ideológica y teórica y son la representación nítida del estado laico y las razones de ser del laicismo. Preservan y enriquecen críticamente el interés por lo nacional en materia de debates, lectura, ediciones críticas, tradiciones intelectuales, visiones de la historia, información múltiple sobre el desarrollo de las ciudades y el país, esto sin descuidar lo que siempre ha sido central de los procesos de enseñanza superior latinoamericana, el conocimiento de los internacional.
Forman en un primer nivel a la mayoría de los profesionistas encargados de satisfacer las necesidades de la administración pública y de la sociedad, representan el avance científico y cultural posible en una nación de escasos recursos, la investigación científica sigue siendo patrimonio de las universidades públicas. Forman a las decenas de millones de profesores que demanda la explosión demográfica de la educación media y superior. Reafirman la ampliación del criterio en las ciencias sociales y las humanidades, representan a los ojos de las clases populares y la clases medias, la movilidad social al alcance.
Por muy dañado, destruido que esté este sueño, siegue siendo esencial y es un gran factor de equilibrio.

Desde hace décadas circula, entre las clases medias, por ya no hablar de la oligarquía, un axioma patito: la educación pública es zona de catástrofe, y nadie sensatamente enviará a sus retoños –expresión de cariño vegetalizado aún a las disposición– a las escuelas y universidades públicas.
La polarización comienza en las ideas prevalecientes sobre los procesos educativos y en la conversión de un hecho, la insuficiencia notoria de los recursos asignados a la enseñanza pública en una predestinación: abandona toda esperanza de progreso, Oh, tú que ingresas a una escuela pública.

Al dogma determinista lo sucede la galería de reacciones, hoy casi inescapables, las familias clasemedieras palidecen al imaginarse a sus niños y jóvenes sometidos la trato diario con esa mayoría de condiscípulos que nunca la harán en la vida, la angustia se vuelva en la desesperación y las familias son capaces de la hipoteca, con tal de garantizarle a los suyos la salvación pedagógica, y en su ruta de escapa de las desdichas, se abstienen de examinar con mínima descripción crítica el tipo de enseñanza que reciben sus hijos, por ejemplo, en las universidades patitos, y así la ilusión termina.

Las familias no pudientes se alojan definitivamente en el espejismo, las familias ricas se alarman al imaginar a sus hijos en universidades que juzgan perversamente monolingües y muchas de las empresas de la educación privada, demandan que el estado les obedezca en todo por requerir el neoliberalismo de mayordomos federales.

No creo idealizar a las universidades públicas, como todos, estoy al tanto de sus deficiencias y límites, de los escollos portentosos que plantean la desigualdad y la concentración monstruosa del ingreso, de las idea neoliberal de la educación como un proceso que reafirma los sitios inamovibles de la escala social, no ignoro las consecuencias de creer en la crítica como visión profética que mantiene intacta la pureza de los radicales, sé de la consecuencia de asignarle a la economía el mercado una parte del proceso educativo, se las de las resonancias del abandono de la ética y su remplazo por las variantes de la real politik. Sé, como señala Juan Ramón de la Fuente, que hace falta vincular efectivamente a las universidades públicas con el proceso productivo, pero sé también, y cito lsa chileno Ricardo Lagos, que la universidad es donde la sociedad se piensa y diseña sus cambios y que las universidadesp´blicas son el espacio del conocimiento y la crítica que resiste, persiste y busca nuevas formas de inserción y transformación de los social.

Alguna vez, en uno de sus intentos por arrebatarle a don Mario Moreno el paradigma de la confusión idiomática, Vicente Fox exclamó: esas tonterías del estado laico. Ocurre que no, el estado laico continúa en buena forma y en muy buena medida, gracias a las universidades públicas.

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