Amor libre
Por Ángeles Mastretta
Fotografía tomada de Internet. |
Baja la tarde contra las hojas del fresno apenas reverdecido. Ahí
está abril, desafiado por el árbol inmenso y lleno de hojas tiernas que
ocupa casi toda mi ventana.
Al fondo hay una jacaranda y junto a mi escritorio una araucaria en
la que hace años tramé dos bugambilias que ahora lo agobian llenándolo
de flores. Son la santísima trinidad viéndome dilucidar el prólogo de un
libro que me ha regalado Bruno Estañol, un escritor que juega a ser
médico con bastante acierto. Esto de las estrellas que me brotan en la
cabeza lo ha visto siempre con reticencia. Tanto como epilepsia, no lo
ha considerado nunca. Desde sus ojos, lo que soy es un manojo de nervios
empeñado en simular serenidad. No lo voy a desengañar, menos cuando
estamos conversando de lo mismo, con el mismo autor.
Yo de Pascal Bruckner no había leído nunca nada, pero ahora que lo
voy leyendo tengo la impresión de que no me deslumbra, sino me acompaña.
Lo que dice en el prólogo de su libro, La paradoja del amor,
resulta cercano a mis elucubraciones de muchas mañanas. Sólo que él
cavila en orden y con acierto, yo desconcertada y en desorden. Pero
estamos todos los mismos, en la misma. Tenemos sesenta y más. Cuando les
platico a mis contemporáneos esto que leo, me oyen como quien dice: no
me cuentes una obviedad. Sin embargo, me gusta seguir leyendo para
custodiarme una cavilación recurrente que aparece en mitad de las
noticias de guerra y pena, de pobreza y abismos, empeñadas en
distraernos de algo que también es esencial. ¿Qué nos toca hacer ahora?
¿De qué podemos servir quienes pasamos por esta rara edad que antes era
ya la vejez y hoy está, cierto, cerca de su umbral, pero no dentro de
una disposición, ni siquiera de una salud o una apariencia de viejos?
Necesitamos lentes para ver de cerca, pero anaranjados, lilas, verdes.
Viajamos llevando pastilleros, pero en busca de unos que se vean como
juguetes. Nos empeñamos en usar iPad y hacerle a los buzos diamantistas.
Somos los hijos de la posguerra, las hojas de unos años que se creyeron
la primavera. Como éstas que brillan en el fresno. Encuentro a Pascal
Bruckner, un escritor y filósofo francés, de mi edad, inquietado por las
mismas preguntas que se hacen conmigo tantos de quienes conocí y
quiero, gracias a los días de gracia en que empezamos a imaginar el
futuro. “Los años sesenta y setenta han dejado a quienes los han vivido
el recuerdo de una inmensa generosidad mezclada de candor…”, dice. Y sí
que había candor en nuestra búsqueda, más que nada en la certeza de que
habíamos encontrado. “Un potencial ilimitado parecía a nuestro alcance:
ninguna prohibición, ninguna enfermedad (lo mío no era enfermedad, ya lo
dijo el doctor) reprimían los impulsos.
La prosperidad económica, la
caída de los tabús ya bien carcomidos y la sensación de ser una
generación predestinada, en un siglo abominable, suscitaron una gran
cantidad de iniciativas. Vivíamos con la idea de una ruptura absoluta.
De un día para otro la tierra oscilaba suspendida en un edén impensable.
Las palabras ya no tenían el mismo sentido. Íbamos a poner siglos de
distancia entre nuestros mayores y nosotros. No volveríamos a caer en
sus viejas costumbres. La liberación sexual se convirtió en el medio más
ordinario de lidiar con lo extraordinario. Se reinventaba la vida cada
mañana, se viajaba de cama en cama mejor que por la superficie del
globo”. Cierto, me digo, hasta la estupidez. ¿Qué hago yo aquí?, se
preguntaba uno al despertar. “Nuestra libertad, ebria de sí misma, no
conocía límites, el mundo era nuestro amigo y nos entregábamos bien a
él”.
Sin duda. Todo el tiempo y desafiando cuanto fuera posible podíamos
volvernos escritores, cantantes, ¡guerrilleros!, solteras de por vida,
sinónimos de audacia, pintores, viajeros, herejes. “¿Qué rompió la
euforia?”. Se pregunta Brukner. ¿La irrupción del sida, la crueldad del
capitalismo, el retorno del orden moral? No. Todos los sabemos.
“Simplemente pasó el tiempo. Sólo conocíamos una estación en la
existencia, la juventud eterna”. Y: “La vida nos ha jugado una mala
pasada, hemos envejecido”.
Exacto, eso decimos todos al vernos en el espejo de los otros.
Exacto, eso decimos todos al vernos en el espejo de los otros.
Pero no
necesariamente en el nuestro. A mí, que me ha dado por hacer recuentos,
por rememorar como una abuela, me apasiona el presente, y aquella
certeza de que todo podía ser distinto sigue viniendo conmigo a la vida
diaria. Mucho de lo que cambió en esos años se quedó vivo en las
actitudes y en los deseos. Muchas de aquellas profecías de libertad
están cumpliéndose. Hay cosas que nuestros hijos dan por dadas, creen
que fueron así desde siempre. Las costumbres sexuales, el modo de
hablar, de moverse, de vestirse y desvestirse, de elegir el destino —o
eso creer—, vienen de entonces. Nació en aquellos tiempos, no sólo como
una premisa, sino como un quehacer del día con día, el oxímoron
perfecto: como el hielo abrasador y el fuego helado: el amor libre. Y
nos costó pelearlo. En México quienes vivíamos en esta ebriedad éramos,
más bien, raros. Convivían junto a nosotros las tradiciones, los
noviazgos que terminaban en la puerta de la casa, las bodas de mis
amigas idénticas a las de sus abuelas.
La heterosexualidad, el aborto
prohibido. La interrogante, ¿decepción?, de mi madre. ¿Qué habría hecho
mal que yo le salí rara? Cuando le puse fin al desorden de cada día,
anunciándole el redicho “vivir juntos”, le di el disgusto de su vida. Y
reconocerlo es aceptar que envejecí para darme cuenta. Ella tejió en mis
trenzas los listones de la infancia feliz, ¿qué más me hubiera dado
casarme? Impensable, porque iba contra la ley del deseo como la voluntad
primera. Había que decir no al amor bajo la férula de ninguna
institución que no fuera la propia voluntad. Tampoco acudimos al trámite
de un acuerdo civil. Lo que parecía efímero era susceptible de volverse
eterno si se iniciaba como un juego de azar. Nos pedimos cosas
difíciles y con suerte las hemos conseguido. Lo mismo que otros las
consiguieron sin tanto ruido y unos, de entre los nuestros, las
perdieron en medio de un estrépito que los lastimó de más, justo porque
era impensable que lo previsto como perfecto no lo fuera.
Sin duda, pasó el tiempo, pero el amor libre no tiene para cuándo
acabar. Enamorarse sigue siendo entrar a un territorio arcaico y mágico
que no depende sólo de nuestra voluntad. Era difícil y noble entonces y
ahora. La emancipación de las mujeres, el interés paternal en los
primeros cuidados de los hijos, la flexibilidad de las costumbres, el
respeto a las pasiones del otro, incluso la ironía con que hemos de
mirar nuestros tropiezos, son conquistas y son responsabilidades. Esta
ley sin firmas que nos puso a ser libres, que nos hizo ganar, al menos
en teoría y como principio, la equidad de género, nos ha puesto también
en el compromiso de convivir con la libertad de los hombres. Ya no es su
obligación mantener solos una casa, ni ser los únicos responsables de
la familia. Cuando pensamos en el otro decimos, jugando: mi cónyuge, no
mi yugo. Y todo esto que parece venir de lejos es de apenas hace
cuarenta años. Anillo de compromiso, vals de novios, marcha nupcial
fueron cosas de nuestros abuelos y nuestros padres, no fueron nuestros y
creímos que no serían de nuestros hijos. Pero cuando Catalina tenía
siete años me preguntó si nosotros nos habíamos casado y yo, movida no
sé por cuál urgencia de “normalidad”, le dije que sí. “¿Y por qué no hay
fotos de su boda?”, preguntó ella que no se cansaba nunca de preguntar.
“La verdad es que no nos casamos”, dije yo dándome por vencida. “¿Y por
qué no se casaron?”. “Porque no se usaba”. “¿Y si no se usaba por qué
todos mis tíos sí se casaron?”. Pregunta inevitable. Respuesta
incomprensible. “Porque en el mundo en que nosotros vivíamos no se
usaba”. Se quedó un ratito callada y luego dijo: “Pues yo sí voy a
querer una boda, un vestido largo y una fiesta grande”. “Me parece
perfecto, los tendrás”, prometí. Todavía no me pide que se lo cumpla.
Pero será como ella quiera, porque el amor es ambivalente y cada quien
tiene derecho a celebrar y honrarlo como mejor le parezca.
Lo que en mi
juventud significó ruptura ahora se suple con flexibilidad. Cada quien.
Su hermano nunca preguntó nada. No es que no quisiera cantar lo mismo
que nosotros. Es que le daba igual. Esto del no casarse como la única
manera de ser independientes ya no es la norma. Quieren crear las suyas y
a veces las crean recreando la ceremonia de nuestros padres. Quizás
porque el mundo de sus padres les pareció desordenado, buscan otro
orden. Está bien. El amor sigue siendo una aventura y aún tienen frente a
sí el deber de vivirlo sin negarse a otros desafíos. La vida les ha
dado más enigmas que a los profetas de mi generación, tan seguros de
haber dado con la certeza opuesta al pasado, pero con la otra, única,
verdad. Abrimos un camino que da a mil brechas, y ellos irán tomando
algo de cada una. Les heredamos la certeza de que es posible elegir. Nos
es mala herencia. Por eso los ha de cuidar la vida. Como a los jóvenes
que fuimos y los viejos que no queremos ser.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.
Escritora. Autora de La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.
Texto original tomado de nexos http://www.nexos.com.mx/?p=20076
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