LA BELLA OJOS DE ZAFIRO
Por Christian Hernández
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Caminamos un rato por la playa antes de hacer el amor, nuestros pies, inmoralmente descalzos, se ensuciaban de arena cruda, enjuagándose por el vaivén de las olas, y las manos se nos habían enraizado, acabando entrelazadas como flores de pantano. La deposité quedito sobre aquel tibio colchón negro, ese que Dios había creado frente al mar, cubriéndolo por una sábana de chifón adornada con bordados de conchitas húmedas, saqué aquel tulipán blanco, el que estaba marchito entre sus cabellos, y la despeiné con el viento, y besé sus manos santas, y palpé sus pechos, bronces de mujer que no se esconden. No pueden.
Deslicé con exquisitez aquel medio fondo de popelina que se le entallaba en las caderas, rozándole sus piernas de yegua briosa, besando su vulva dulce de aroma a fruta, cuya rajita se definía por encima de las pantaletas, y así, sin más, nos trepamos al cielo, a dormir un rato sobre la única nubecita curiosa, muy desnudos saciamos nuestra sed dentro del mar, tocándonos los labios con la misma pasión desgarradora que unió nuestros sexos, poseyéndonos los cuerpos, compartiéndonos las almas, forjándonos en uno. Enamorados.
Nos presentaron algunas horas antes en el kiosco del pueblo, que está ubicado como el miércoles, merito en medio del zócalo, el cual vive custodiado por frondosas palmeras con cocos de agua en sus techos; ella tenía los labios gruesos y sin gota de carmesí, la figura esbelta como gacela y un vestido de raso con tafeta estampado en negro, la primera mirada que me echó estaba cargada con desdén, como si adivinara lo que yo buscaba en ella, y logró clavárseme entre los pulmones, sus ojos eran del azul del mar, fríos como dos cristales de zafiro, ese domingo yo traía puesta una guayabera de lino y mis pantalones lisos de manta, era una ocasión especial. “¿Bailamos?” pregunté con arrojo, ella arqueó la ceja derecha, desplegó el ala de su abanico español para soplarse un poco y, sin responder palabra alguna, aceptó bailar conmigo el primer danzón de la noche; los arcos del palacio municipal estaban elegantemente trajeados por cortinas ondeantes de manta de cielo, y la brisa tomo formas caprichosas, y aromas de placer, y ambos nos dimos cuenta de que ya nos conocíamos, que llevábamos varias existencias tratando de encontrarnos, cazándonos con redes de agua, como quien caza jilgueros dentro de un revoltoso santuario de mariposas monarca, pero siempre encontrándonos al final.
Nos conocíamos de oídas, del lugar, porque en mi pueblo todos hemos andado alguna vez de boca en boca, manchados por la perfidia, pero de la morena siempre se dijo más de lo que es, mi morenita solitaria de los dientes perfectos, ¿Quién podría conocerla mejor que yo?, si aquella noche me bañé a jicarazos, restregándome el jabón por mis entrepartes, perfumándome de toronja y apagando el quinqué, todo porque ya sabía que me la iba a encontrar, algo me lo latía, “no testerees al diablo, Rufino” me habían dicho los que sabían que la estaba buscando, “No te la vaya a cumplir y después a ver qué haces”; las casitas de mi barrio son viejas, unas con paredes de adobe y las otras de pura tabla hinchada, pero eso era lo de menos, las gallinas se metían por todos lados, picoteando lo que podían de la tierra, “Don Abulón – le decían a mi difunto padre, que en paz descanse - aquí le traigo otra condenada gallina, ésta cabrona se me subió a la cama en medio sueño, ya póngales un límite” “¿pero qué van a saber las pobres de límites y pendejadas Manuelito?. No la amuele”.
A poco de haberme parido me dejaron prestado con él, dizque pa´ que me cuidara unos días, y ya nunca volvieron a recogerme, terminé regalado peor que un perro, pero mejor pa´ mí y mi alma, quien sabe que hubiera sido de éste pobre en aquellas manos, a veces, cuando tocábamos el tema, mi papá decía que padre no es el que engendra, sino el que cría, y tiraba las redes al río papaloapan, arriba de la lancha de motor que usábamos para pescar desde las cinco de la madrugada, por las noches de marzo nadie podía dormir entre el calor y los mosquitos, así que cada quien sacaba su silla para plantarla en media calzada, entonces si se armaban tremendas verbenas, llenas de cerveza, tabaco y carcajadas; a las señoras, con sus faldones y delantales, ni quien las pique, pero las jarochas jóvenes se la pasaban matando sancudos y chaquistes, si hasta los moscos saben a quién picar.
Cuando murió mi padre llegué a tiempo para despedirme, no me le despegué ni de relajo hasta que se fue, en vida era muy mujeriego, pero nunca se volvió a casar, y tantito antes de morirse ya se le habían muerto las miradas, y veía como el que ve a la nada, llamando a una mujer, “chata, chatita, que haces aquí morenita, ¿ya vienes por mi?”, y se fue apagando como el pabilo de una velita gastada, hasta quedarse bien dormido, agarrando el color de la cera. Los funerales se hicieron en el patio, con el perfume vivo de los arbustos de la brisa, o huele de noche que es como le dicen en otros lares, los vecinos llevaron café negro y pan, varias señoras que nunca antes había visto dejaron ofrendas de flores rociadas de tristeza, y él estaba ahí, vestido todo de blanco, con su guayabera de manga larga y el pantalón de manta, acostado en su lancha de pescador, la que sacábamos cada mañana, esa fue su última voluntad y yo se la concedí, lo enterramos dentro de ella, para que navegue por otros puertos y muera feliz por siempre.
Mi padre se dio como una orquídea en el desierto, por la pura voluntad de Dios, de chamaco, él y sus padres anduvieron huyendo por los morchinches de la revolución, que si Emiliano Zapata, que si la justicia social, y que el sufragio efectivo, no reelección, “¿y todo pa´ qué hijo?, Yo desde que me acuerdo he sido pobre, y los ricos nomás se han hecho más ricos, por eso nunca entendí pa´ que tanta matazón” me contaba, y yo permanecía atento a sus historias, ¡que aventuras las que vivió!, pero de todas la más dolorosa fue la de Doña Brisa, la única que fue su esposa, ahí estuvo la más difícil, la que con los años se convirtió en una punzada que él se llevó a la tumba; por lo que me contaba la primera vez que la vio fue en el mercado de una polvosa ranchería ubicada entre Veracruz y Oaxaca, el destino lo sotaventó por allá, donde fue a dar a gatas, trabajando como burro para ganarse el bocado de comida, Brisa y Doña Salustia, su madre, vendían las flores más hermosas que se daban sobre la tierra, lo mismo ofrecían enormes girasoles que pequeñas orquídeas, tenían desde azucenas de mayo hasta flores de noche buena de diciembre, aunque estuvieran en agosto, pero entre tanta belleza había una flor que se había robado lo mejor de todas las flores, poseedora de un aroma que azotaba como las olas, con el color de encima tan pigmentado que impresionaba al mismo cielo, y los pétalos que tenía se abrían y cerraban con misterio debajo de esas dos cejas, esa era Brisa, que soplaba como una brisa fresca, natural, recién salida del mar, que a todo le da sentido.
“Mi lancha se dejó llevar sin rumbo por la corriente que brotaba de aquellos ojazos, bonitos como una bendición, y su pelo azabache, prieto como una noche sin estrellas, trenzado sobre su rebozo, ¡chulada de mujer!” me platicaba emocionado, desde entonces creo que los recuerdos son como una segunda vida. “Podía haber mucha gente pendeja en éste mundo – comentó mi padre alguna vez - pero no Doña Salustia, que siempre andaba con un ojo al gato y otro al garabato, nomás viendo que novedad pescaba, como me acuerdo aquella vez cuando Tulipán, la hija de Doña Ninfa, pasó a su puesto a comprar un ramito de alcatraces, antes de que cogiera la primera flor Doña Salustia la agarro duro de la muñeca y se la llevó atrás del puesto a decirle quien sabe que, la cosa es que Tulipán acabó hecha un mar de llanto y ni se llevó nada, ya luego me enteré que Doña Salustia había adivinado que estaba preñada nomas con verle los ojos, la pobre Doña Ninfa tuvo que cerrar el puesto de verduras hasta que su hija tuvo al chamaquito, pero fue hembrita, y siguiendo la mala costumbre familiar de usar pa´ todo nombres de flores, se le bautizó con el nombre de Lirio; al principio la santa señora no quería ni que le preguntaran de su nieta, y cuando se le hinchaban los cojones decía que se llamaba Lirio porque esas flores nomas se dan en aguas puercas, pero al ratito se arrepintió con ganas y le agarro harto cariño a la escuincla, a la que crió como si fuera hija suya hasta el último día”.
Mi padre se enamoro locamente de Brisa desde la primera mirada que cruzaron, sus ojos conversaron un momentito en lo que la Doña se volteó a acomodar sus flores, pero había tardado más en hincarse de espaldas que en levantarse, según ella porque le llegó un olor a algo raro, y así se la pasaron por un mes, desde que llegaban al mercado andaban con boca de sepultura, casi ni respondían por estar en la chorcha con miradas; ella llegaba diario con su mamá como a las seis de la mañana, y a esa hora mi padre ya tenía rato de haber abierto el changarro, por lo que me contaba, allá en Oaxaca se quedaba con Doña Francisca, la viuda de su tío Salud Murcia, y se salía cuando apenas comenzaba a clarear pa´ tener tiempo de pasar frente a un arbolito de flores rojas, muy chulas todas, y cortar una y ponérsela en el ojal de la camisa; cuando él me conversaba éstas cosas yo pensaba pa´ mis adentros, “ojalá y nunca me dejes sólo papá, porque si me desamparas yo me moriría”, yo no sé cómo le hace la gente para vivir tanto, para aguantar las punzadas que da la vida, mi papá me contaba que una vez le preguntó lo mismo a su tía Chica Murcia, y ella le dijo “tienes que aprender a hacerle como los gatos marrulleros, acuérdate nomás de lo que te conviene, porque si no, ¡ay mijo!, si no pues llegas a cierta edad en que te pones loco”.
Mi papá siempre decía que sólo Veracruz es bello, yo nomás he conocido mi pueblo, que queda bien cerca del puerto jarocho, y que parece un sueño soñado por los mares, por eso no soy quien para desmentir, pero si sé que de chamaco anduvo alguna vez por las playas de aquel “rinconcito donde hacen sus nidos las olas del mar”, iba huyéndole a la muerte, que rondaba por todo México como una sinrazón, y al ver por vez primera tanta agua junta se la bebió todita con los ojos, lo malo fue que por aquellos tiempos andaba la bola de los cristeros moliendo esos lares y no pudieron quedarse a vivir, pero él no se iba a quedar con las ganas, segurito que algún día volvería a pisar esa tierra donde las notas del arpa brillan sobre el mar, componiendo eternos guapangos. Ésta y otras confesiones fueron los temas de conversación entre mi papá y Brisa, y ella le contaba lo suyo también, de las luces de las noches y los rayitos del amanecer, pero siempre sin palabras, siempre mudos, sólo con miradas, pues los dos habían descubierto el idioma del amor.
Doña Salustia ya había leído algunas de las cartas románticas escritas en los ojos de Brisa, ya sabía que alguien andaba calentándole las semillas a su cría, pero por más que pelaba los ojos no había dado con el sonsacador, el mercado siempre estaba atestado de gente, además ¿Quién se iba a fijar en aquel pelado despachador de chivo?, yo si le dije a mi papá esa tarde que me contó éstos asuntos “¡conchale viejo!, ¿y por qué no te la robaste?”, él nomas se quedó mirando cómo se dormía el sol y me dijo ”porque a veces las llagas que se quedan en el alma se convierten en túneles por donde se nos cuela la noche”. Pero resultó que un fin de jornada, cuando la Doña y su hija cerraban el negocio, Doña Salustia pisó mal y termino echada en el piso como una perra flaca, “Dios castiga sin palos ni garrotes hijo” me decía cada que se acordaba, y se reía tantito antes de tragar otro sorbo de cerveza; esa vez mi papá corrió a levantarla y la muy mendiga, que estaba que se la llevaba judas, lo dejo bien trasquilado “Suélteme cabrón, mejor vaya y recoja a su chingada madre” le gritó, y se la desquitó con él, que ni la debía ni la temía. Brisa tuvo que jalar del brazo a su señora madre para que no se le fuera encima a mi papá, preguntándole que traía contra aquel pobre cristiano, que no lo tragaba; “ni lo trago ni lo cago, para mí ésta clase de gente no existe”.
Me estoy acordando de las zapatillas negras de pulsera en el tobillo, que se meneaban como hojas de palmera borracha, ligeritas, y de sus piernas firmes, que estaban contenidas dentro de aquel par de medias oscuras, partidas en dos por una raya negra que nacía en el talón y terminaba allá arriba, donde empezaba la imaginación, sus caderas se movían como barca en alta mar, pero los ojos no tenían la profundidad del cielo, más bien parecía como si estuvieran muertos, eso sí, cada que pudo me sacó que dizque el danzón era cubano, “que yo sepa es jarocho” le contesté, pero en eso nunca llegamos a ponernos de acuerdo, así que mejor me la llevé a caminar por el zócalo para invitarle una horchata de arroz, “así sirve y se me baja tantito la muina, chacha tú estás loca, como va a ser cubano el danzón” le dije en broma, y me lo tomó a bien, hace falta ser abusado para decirle cosas así a una mujer sin faltar al respeto, y como nomas se sonrió ya no supe que más decir, un fulano me sacó del apuro cuando gritó “¡épale Rufino, que te vaya bien compa!”, “¡ese gallo, nos vemos!” le respondí, y nos seguimos a la playa, alumbrado por la luz de unas casitas, “¡buenas noches Rufino, ¿Cómo sigue tu papá?”! Me pregunto Doña Adolfina,” buenas noches Tía Adolfina, mi papá ya se murió” le respondí a la doñita levantando una mano como un saludo, “Ah que bueno, entonces ahí me lo saludas” me dijo y siguió sentada en su silla de ojo de perdís, tomando agua de Jamaica y acordándose de sus amores pasados.
Caminamos sin rumbo hasta allá, donde están las dunas costeras empolvando la vida con su arena delgada, algún día llevaré mi escoba para barrer tanta miseria, pero esa noche no vi miseria que barrer, nomas agua; luz de luna y agua bendita, y sentí muchas ganas de bautizarme otra vez, y me acordé de la vez que mi papá me contó cómo le hizo para convencer a Brisa de fugarse con él, fue en un descuido de Doña Salustia, “vámonos de aquí Brisa, cásate conmigo, palabra que voy a hacerte muy feliz, a llevarte al cielo y regalarte la perla más grande de los mares, esa luna que nomás brilla sobre las aguas de Veracruz” le propuso en su mente, a tres metros de distancia, y ella sólo le dirigió una breve mirada “¿Cuándo?”, pero la doña se dio cuenta de esa última frase, y desde entonces le pelaba a mi papá unos ojos de tecolote rojo, “Usted es el sobrino de Chica Murcia, ¿verdad?” le preguntó a mi padre esa noche, “pa´ servirle a Dios y a usted doña” “a mí usted no me sirve para nada, solo quiero decirle que le prohíbo tajantemente que le vuelva a dirigir la palabra a mi Brisa” “pero si su hija y yo nunca hemos cruzado palabra, doña”, “pues por si pensaban hacerlo, así que está usted advertido” y Brisa dejó de ir al mercado por tres días, y mi papá anduvo bien ponchado, escribiendo poemas que no le salían; “Amor, nomás te menciono y te me sales del rumbo, pero te me apegostaste en el corazón”, “si me duermo temprano te sueño más rato”, “me faltan tus miradas para acordarme de que aquí sigo” y cosas así, la que anduvo arrastrando el zarape esos días fue Doña Salustia, que no la calentaba ni el sol, cada que podía le echaba un refilón a mi papá y el nomás se aguantaba, cuando me hablaba de esto se le ponían los ojos colorados, como concha de jaiba.
Al tercer día sin Brisa mi papá ya no daba una, andaba como ido, con el corazón arrumbado detrás de la cabeza, “Abulón, yo también me quiero casar contigo, no duermo desde que no te veo y paso las noches llorando, estoy vacía por dentro, me muero a gotas por no tenerte cerca” escuchó, pero Brisa no andaba por ahí, “Abulón, ven por mí, llévame al cielo, hazme el amor” entonces él me contó que nomás cerró tantito los ojos y pudo verla, estaba adentro de su pecho, bien tibiecita, vestida de seda y con los pies descalzos “vámonos hoy Brisa, cásate conmigo, vámonos a Veracruz, yo te voy a cuidar”. Esa noche empacó todos sus tiliches para largarse lejos con la brisa del mar, se despidió de su tía Francisca y salió todo carrereado al zócalo, a buscar a Brisa, “pero muchacho, que van a decir tus papases si se enteran de esto” gritó Chica Murcia y él nomás le contestó, “Tía, a mis papás ya se los llevó el cólera desde hace rato” “¡ah, deveras!, entonces que Dios te bendiga hijo”. Un señor que criaba caballos, creo que un tal Don Santos Guadalupe, les cobró unos cuantos pesos y se los llevó a trote a la estación de ferrocarril más cercana, “pero me salió más caro el caldo que las albóndigas, por que el fulano parecía cotorro de lengua negra, hasta eso que era buena gente, pero ah! como hablaba, se la pasó contándonos de la noche que llegó Francisco I. Madero a Oaxaca, cuando la bulla de los partidos políticos y eso, ya ni me acuerdo bien hijo”.
Mi papá y Doña Brisa se casaron llegando a Alvarado, así en caliente, porque ella le dejo bien clarito que nunca iba a dormir en la misma cama con ningún hombre que no fuera su marido o su hijo, “y el segundo, cuando llegue, no cuenta” le dijo, así que para la noche ya eran marido y mujer, mi papá rentó un cuarto y esa noche de bodas hicieron el amor en sueños, porque sus cuerpos venían hechos pomada por los dos días de viaje, pero segurito que a la mañana siguiente se la desquitaron, eso no me lo contaba mi papá, lo que si me conversó fue que a poco de casados Brisa le mandó una carta a Doña Salustia que decía “mamá, estoy bien casada con Abulón, ando acá por Veracruz, ¿cuándo vienes a visitarme?. Tu hija que te extraña. Brisa”, y a los cuantos días le llegó una misiva en un sobre blanco sin remitente, era de su mamá, y decía “Brisa, vas y chingas a tu madre que soy yo. Salustia”, y desde ahí se quedó huérfana. A Doña Salustia se le amolaron las emociones desde que se le murió el esposo, al que le decían el innombrable, por que para ella estaba prohibido repetir aquel inocuo nombre que se perdió en el olvido. Doña Salustia se casó más a fuerza que de ganas, pero se acostumbró fácil a la costumbre, al trajín del matrimonio, al estira y afloja de todos los días; en las madrugadas el innombrable salía pal Mogote del Pozo, que es como se llama el cerro por donde iba a jornalear en el sembradío de frijol, allá en San Pablo Etla, “Una tierra mexicana de callecitas empedradas donde la vida es bonita Rufino, y por las tardes los callejones se pintan de rosales, y por las noches se matizan de amores, y la vida de por allá te sabe a quintoníles, berros y chepiles; me cuesta trabajo explicar un lugar tan bonito hijo, con un nombre medio fuereño y medio nuestro; se llama San Pablo en honra a los apóstoles y Etla quiere decir donde abunda el frijol, pero quien sabe en que voces de indio; pa´ mí el lugar siempre estuvo en medio de dos fuegos, entre el níspero y la guayaba, entre la yerba de cáncer y el gordolobo, entre el jilguero y la chachalaca, entre el río Molino y el río Gusano, pero siempre desembocando en milagros”.
Doña Salustia molía el sancocho por las tardes para que su marido se lo tragara frío cada noche, y así se les iba el tiempo, entre víboras corredoras y coralillos. Pobre señora, me conversó mi papá que siempre que podía le contaba a todo el pueblo cómo le mataron al marido en la revolución, de un tiro en la cien, dejándola sin nada más que un jardín de flores para criar a su hija, pero todo San Pablo Etla supo bien que el innombrable se había pelado con una diosa india que vendía cerámica y artesanía en la calle, dejando a la mujer con el jugo del alma como cáscara de limón y un luto acochambrado de un año. Para ella el innombrable estaba muerto y sepultado.
Nicolasa fue la única que supo con tiempo que su comadre se quería fugar con mi papá, la misma Doña Brisa se lo había contado una tarde de miércoles, cuando venían de regreso de tomar ceniza en la parroquia, “ando en pecado mortal comadre, hasta siento ésta cruz de tiña mal hecha que me quema la frente, ¿sabe? me quiero ir de aquí con un fulano de pupilas de lumbre que mi mamá no traga, ¿qué me aconseja usted comadrita?” preguntó Brisa y Nicolasa nomás dijo “pues comadre, sobre el muerto las coronas” y no dijo más. Al otro día ya venían a rumbo, y aquí se quedaron a ser felices, a correr descalzos por la playa, a retozar por la arena dándose besos de pollo, a tocar la guitarra, fumar tabaco y tomar agua nieve, “conchale chacho - me había dicho mi viejo una vez, cuando anduve saliendo con tres viejas – ¿todavía no puedes ver la luna de día?, pues a ver si te apuras, porque los años pasan volando como bruja”, yo nomas le canté la sarna: “sarnícula emperadora (tilín tilín), madre de la jiribilla (tolon tolón), déjame rascarme ahora (tilín tilín), que me sabe a mantequilla (tolon tolón)”.
El mero día del grito mi papá y Doña Brisa fueron al zócalo para oír al señor alcalde tocar las campanas del palacio municipal gritando: ¡Viva México!, después anduvieron huyendo como alma que lleva el diablo, librándose de unos buscapiés que soltaba el torito encuetado y luego bailaron hartos sones jarochos; el jarabe loco, la bamba, el siquisirí, la mariachuchena y otros guapangos que brillaban como cocuyos al sonar del arpa y la jarana, hasta parece que los estoy viendo, muy bullangueros, uno con sombrero de palma y zapateando en las tablas, la otra moviendo las enaguas y sonando los tacones, y bailaban de gusto sus dos corazones. Al otro día mi papá amaneció grave, Sebastiana la curandera le dijo que una mujer mayor le había hecho un mal muy duro de cortar, que esa mujer le tenía mala voluntad porque creía que él le había robado su flor y que por eso lo quería matar con tierra de panteón, piel de culebra y velas negras, así que le recetó baños de luna llena con pachulí a la media noche y almuerzos de zopilotes en conserva y lagartijas en pipián hasta que se aliviara, pero con los días mi papá nomás se ponía peor, así que Doña Brisa fue corriendo a ver al Doctor Cristo Del Río para que le diera una revisadita; la casona del Doctor Del Río era de patio grande, lleno de helechos gigantes, palmeras enanas y jaulas nuevas con gorriones desentonados, por eso Doña Brisa se extravió un buen rato hasta dar con la puerta de la botica. “Es Cólera.” diagnosticó “lo que su marido tiene es muy delicado señora, si usted gusta le voy a recetar algo”, a Doña Brisa se le hicieron agua los ojos y nomas preguntó “¿y con esto se va a curar, doctor?”, “no señora, pero por lo menos va a tener ratos de sosiego”, ahí se les empezó a venir abajo el cielo, cacho a cachito, mi papá aguantó las diarreas como macho mexicano, pero una madrugada a mediados de octubre sintió que la vida se le iba, así que le pidió a Doña Brisa que fuera por el señor cura, que necesitaba los santos oleos porque sabía que no iba a ver el sol del otro día, pero su esposa nomás agarró un sillón de palma y se sentó frente a la cama de mi papá para verlo como sufría los vómitos y se secaba como un charco. Se oyeron en la puerta los tres golpes de San Pascual Bailón y Brisa jaló el quinqué de petróleo para ver quien vive, zafando el pestillo de la puerta y dejando entrar a la visita.
“¿Le ofrezco algo de tomar?, pásele seño, está en su humilde casa”, pero nadie contestaba; dice mi papá que oyó todo clarito, pero no pudo abrir los ojos ni decir nada, “¿viene a buscar a mi marido, verdad?, yo ya lo veo muy malo, pero mire usted, nos queremos mucho, apiádese de él que es todo lo que tengo, déjemelo otro ratito, no sea mala, marchantita”, y que la catrina va soltando su farolito y le va diciendo a Doña Brisa “a ver, si deveras te interesa tanto que la vida se lo acabe te propongo algo, tu vela por la suya, y aquí te lo dejo otro rato, ya luego se vuelven a ver, pero no se lo cuentes a pifas”. Mi papá despertó como si nada el merito día de las fiestas a la Virgen del Rosario, y mientras el pueblo paseaba en lancha a nuestra santa patrona por el río Papaloápan, llenándola de flores y risas, mi papá lloraba a solas el cuerpo sin vida de Doña Brisa, que amaneció dormido en el sillón nuevo de enfrente, reposando como un capullo tierno que ya no va a brotar, pero el amor no se le marchitó ni después de muerta, porque después del novenario todas las noches se metió en los sueños de mi papá, recordándole el arte de amar sin hablar, hasta que los años le pusieron blanco el bigote. Mi padre no fue un santulario ni rezador, era pícaro y dicharachero, pero después de la muerte de Doña Brisa agarró la costumbre de rayarse una cruz de carmín en el pecho con el bilé de su mujer; la Sebastiana fue la que le dijo que todos los días se pintara de tristeza roja ahí donde ha de estar el corazón para el que tiene, y me acuerdo que hasta cuando se iba con las putas se lo pintaba, según esto para que le sanara más rápido su alma, por que me dijo que se sentía como perrito callejero atropellado, pobre de mi papá, cuantos ramalazos tuvo que aguantar en ésta vida, a él si le fue como en feria.
Tengo muchas ganas de volver a ver a mi viejo en el mar, de salir a pescar truchas en su lancha de motor abajo del puente, de sentarme en el muro a ver las gaviotas y tomar el fresco mientras el sol pinta de ocres las playas, porque soy el que soy gracias a él, y ya que se fue me quedé sólo con mi tristeza, bueno, ya ni tan sólo porque hace rato conocí a la morena, y caminamos de noche por la playa antes de hacer el amor, con los pies descalzos que se ensuciaban de arena cruda, y las olas los bañaban, y las manos se nos habían entrelazado como mecates de paja. Cuando uno pesca sin luz, desde el río se ve el techo de la iglesia, blanca como un cerrito de conchas y con su perla refulgurante en el cielo, alumbrando mi puerto bonito, y el último domingo de mayo todo se viste de blanco, el zócalo se engalana para celebrar las cruces de mayo y los menesteres saben a frescura de la costa con cielo azul y toritos de coco, y cuando respiras te sientes como un chamaco, blanco por dentro, ese domingo en la noche, ya luego de la jiribilla y la boruca, el señor obispo llega a bendecir las cruces y ver a las jarochas de gala taconeando con sus chongos en la cabeza, ahí anduvo una noche la morena, viendo las cosas desde lejos, sin que nadie más la viera, oliendo el incienso que dejaba el señor obispo a su paso, y cuando se fijo que yo la miraba me echó unos ojos de tigrillo bravo y salió huyendo como chilanplín, pero en la noche de amor me dejo comerme su fruta tierna, jugosa y sin semilla, y treparnos al cielo, a dormir sobre la arena. Enamorados.
“¿No te he dicho que te amo, Rufino?” me dijo la muy claridosa sin quitarme esos ojos fríos de encima, y su voz sonó como el murmullo de las olas cuando el mar está de buenas, ”también amé a Abulón, lo amé lento alguna vez, metiéndomele en la cama y borrándole con la lengua esa cruz de bilet pintada en su pecho, por que como le dije, ya no iba a necesitarla, y me porté como otra de sus putas, pero con él fueron como dos veces” me dijo antes de tragarse mi último aliento en un beso, de ahí todo se me puso negro un rato y luego desperté, viejo, ya eran como las siete de la mañana y yo echado en la arena como un barbajan, sin pararme a trabajar, y tú ya andabas en la playa, arriba de tu lancha, pescando los primeros rayos del sol. “¡Eah hijo!” me gritaste “trépate a la lancha, vamos a pescar de gusto que te encontré” y me subí dejando en la orilla un tulipán blanco y marchito junto a mi cuerpo apagado, muerto de amor por amar al anima que no debí, a la que le dicen la flaca, la calaca, la catrina, la visitante de la noche, pero para mí siempre será Bella, La Bella ojos de Zafiro, la que nos hace el amor a todos tarde que temprano, porque arrieros somos y en el camino andamos. Abrázame papá, abrázame duro y ya no llores, que yo también te extrañaba, vamos por Doña Brisa, que está cruzando el río, allá la veo vestida de novia, sentada en la playa esperándote. ¡Ah! y antes que se me vaya a olvidar viejo, te mando saludos mi tía Adolfina.