La visión de Magdalena
La noche del dieciocho de septiembre de 1985 estuve intentando bajarle los calzones a Magdalena Godínez. ¿Por qué razón estaba yo haciendo algo semejante? Porque ninguna persona bien nacida, en su sano juicio y en la situación en la que yo me encontraba podría haber hecho otra cosa. Magdalena se resistía, pero no debido a que considerara una afrenta desprenderse de su ropa íntima, sino porque, afirmaba, se había apoderado de ella un mal presentimiento. ¿Qué clase de presentimiento puede hacer que una mujer así de entera se comporte como una colegiala? No lo sé, ni tampoco lo comprendo, pues en mi caso ningún augurio me habría impedido inmiscuirme entre las piernas de una mujer tan bella. Ni siquiera el saber que sería contagiado por una enfermedad africana me habría hecho dar un paso atrás en mis intenciones. No se me escapa que esta afirmación puede parecer absurda, pero me conozco y no está en mi ánimo tomar precauciones cuando mi cuerpo ha decidido lanzarse de bruces a una aventura: prefiero perderlo todo en una sola batalla.
Mientras intentaba convencer a Magdalena de que estaba cometiendo una insensatez, mi mente se hacía a un lado para detenerse en la posibilidad de que una vez terminada nuestra faena nos sucediera una desgracia. Las mujeres saben más del futuro que del pasado y podrían predecir el fin del mundo con mayor exactitud que un congreso científico. Basta que cierren las piernas y todo se va al carajo.
La conocí en Acapulco un mes antes de la noche fatídica del dieciocho de septiembre cuando se negó a entregarme sus pantaletas. No había nadie más en la alberca del condominio Galeón: sólo Magdalena, propietaria del departamento doscientos uno, y yo. ¿Qué hacía yo en ese condominio con vista al mar? Nada distinto a lo que hacía el resto de mis vecinos: olvidarse por unos días del gran monumento a la estupidez que un eufemismo se obstina en llamar Ciudad de México. Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco. Yo era pobre, pero acudía a mi amigo Mauricio Calderón que al igual que Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco.
-Creo que tenemos hábitos similares -le dije. Ella secaba su cuerpo a un costado de la alberca.
-No verás a nadie hasta después de las diez; su colesterol no se los permite -respondió sin mirarme. Áspera.
-Espero que jamás nos enamoremos -.¿Por qué dije esto?, no lo sé, acaso impulsado por la visión de su hermoso cuerpo dorado. Estaba próxima a los cuarenta, pero su dinero, su convertible y su departamento de lujo en Acapulco le restaban una década por lo menos.
-No te preocupes, estoy sola, no enferma. ¿Quién eres tú? -me preguntó. La respuesta, lo que siguió a la respuesta y las dos noches siguientes las conservo todavía en la memoria donde espero queden guardadas para siempre.
Un mes después de nuestro primer encuentro, Magdalena me llamó para citarme en su departamento de la calle Tabasco, en la colonia Roma. Lo primero que hizo fue preguntarme si la recordaba: coquetería innecesaria, pues estaba segura de que no la había olvidado y de que había estado pensando en ella todos los días.
-No sólo te recuerdo, te extraño -dije, limitando mis emociones a una frase convencional.
-¿Y entonces por qué no me has llamado, maldito hijo de puta?
-Temía molestarte.
-Por supuesto que me habría molestado, ¿podemos vernos esta noche? -no sé por qué razón pensé que me estaba citando en Acapulco. Aún así acepté.
A las nueve de la noche del miércoles dieciocho de septiembre de 1985 estaba yo frente a la puerta del departamento de Magdalena en la calle Tabasco (su departamento era en realidad una hermosa casa de piedra que había sido dividida en dos). A las diez habíamos terminado la primera botella de vino; a las once las botellas vacías sumaban dos; a las once y media estaba yo encima de ella intentando quitarle las pantaletas. Fue cuando comenzó a hablar del presentimiento.
Magdalena no era una mujer que se entregara a las supercherías y carecía de escrúpulos cuando el asunto era darse placer. ¿Entonces? Lo mismo me preguntaba yo.
-Va a suceder algo terrible, lo siento aquí -y se tocaba con un dedo el vientre desnudo.
-No, mi amor, estoy aquí para protegerte.
-Qué pendejo eres; estoy hablando en serio.
Decidí esperar. Y no miento al decir que me sentía un miserable, un jorobado, un ser al que una mujer decide despreciar sólo porque de repente tiene un jodido presentimiento. Fue en ese momento que abrimos la tercera botella de vino.
A las tres de la mañana, Magdalena tenía aún las pantaletas puestas, y además estaba más borracha que un cura. Al vino había seguido el whisky, así que yo también me encontraba fuera de combate. Pese a nuestro estado crítico continuamos conversando. Quien haya conversado con una mujer que sólo viste blusa y pantaletas sabrá que no existe placer más sofisticado. Quien no lo haya hecho puede seguir bregando.
-Tenías razón, Magdalena, ha sucedido una desgracia -dije, pero mis palabras no causaron en ella una reacción inesperada.
-Siempre tengo razón; de hecho fui educada para tener razón, ¿o tú qué crees?
-Si quiero una erección tendré que esperar hasta mañana. Tú misma has provocado la catástrofe -dije. No sé si arrepentida, Magdalena me abrazó y puso sus labios sobre mi pecho:
-Perdóname, hombre, y sírveme otra copa.
En la recámara no existían rastros de matrimonio, o presencias infantiles. ¿A qué se dedicaba esta mujer? La recámara, tan amplia como mi casa entera, tenía encima la mano de varios sirvientes esmerados y fieles. No había en ese departamento huellas de una vida en comunidad: ¿una viuda que ha encontrado en su repentina libertad un placer nunca imaginado? Me pregunté si Magdalena no sería una vendedora de arte, pero no pude responderme porque me quedé dormido y desperté a las nueve de la mañana cuando la ciudad se había venido abajo.
-La casa se ha puesto en huelga -dijo Magdalena-. ¿Qué carajos hiciste?
-Nada, estoy levantándome.
-Tampoco puedo hacer llamadas -Magdalena seguía ebria y caminaba ansiosa de un lado a otro de la recámara.
-Tomando en cuenta tu comportamiento de anoche, creo merecer que te quedes conmigo esta mañana.
-Lo que necesitamos es un buen desayuno, conozco un lugar a dos cuadras de aquí.
Dos cuadras fueron suficientes para darnos cuenta de que, mientras dormíamos, la ciudad había intentado matarse. Mudos, permanecimos de pie frente a los escombros de un edificio. Allí, desesperado, un hombre arrancaba piedras de lo que había sido su casa. Pedía ayuda, pero cada quien estaba concentrado en su propia desgracia: el polvo dando vueltas en el aire, el silencio de camposanto, las miradas incrédulas, la voz de un radio de baterías haciendo el recuento de los daños, eran las notas centrales de una sinfonía fúnebre. Tomé de la mano a Magdalena para volver a su casa. Entramos a ciegas, como quien desea volver a un hermoso sueño que recién ha abandonado. Serví licor en dos vasos y bebimos en silencio hasta que Magdalena volvió a quedarse dormida.
Fadanelli. Autor de Lodo y La otra cara de Rock Hudson, entre otras novelas.
Recomendación de Octavio García, Alumno Sociología SEA.
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