miércoles, 9 de abril de 2014

Artículo Sobre libro La Paradoja del Amor de Pascal Bruckner

Amor libre

Por Ángeles Mastretta 

Fotografía tomada de Internet.
Baja la tarde contra las hojas del fresno apenas reverdecido. Ahí está abril, desafiado por el árbol inmenso y lleno de hojas tiernas que ocupa casi toda mi ventana.
Al fondo hay una jacaranda y junto a mi escritorio una araucaria en la que hace años tramé dos bugambilias que ahora lo agobian llenándolo de flores. Son la santísima trinidad viéndome dilucidar el prólogo de un libro que me ha regalado Bruno Estañol, un escritor que juega a ser médico con bastante acierto. Esto de las estrellas que me brotan en la cabeza lo ha visto siempre con reticencia. Tanto como epilepsia, no lo ha considerado nunca. Desde sus ojos, lo que soy es un manojo de nervios empeñado en simular serenidad. No lo voy a desengañar, menos cuando estamos conversando de lo mismo, con el mismo autor. 
Yo de Pascal Bruckner no había leído nunca nada, pero ahora que lo voy leyendo tengo la impresión de que no me deslumbra, sino me acompaña. Lo que dice en el prólogo de su libro, La paradoja del amor, resulta cercano a mis elucubraciones de muchas mañanas. Sólo que él cavila en orden y con acierto, yo desconcertada y en desorden. Pero estamos todos los mismos, en la misma. Tenemos sesenta y más. Cuando les platico a mis contemporáneos esto que leo, me oyen como quien dice: no me cuentes una obviedad. Sin embargo, me gusta seguir leyendo para custodiarme una cavilación recurrente que aparece en mitad de las noticias de guerra y pena, de pobreza y abismos, empeñadas en distraernos de algo que también es esencial. ¿Qué nos toca hacer ahora? ¿De qué podemos servir quienes pasamos por esta rara edad que antes era ya la vejez y hoy está, cierto, cerca de su umbral, pero no dentro de una disposición, ni siquiera de una salud o una apariencia de viejos? Necesitamos lentes para ver de cerca, pero anaranjados, lilas, verdes. Viajamos llevando pastilleros, pero en busca de unos que se vean como juguetes. Nos empeñamos en usar iPad y hacerle a los buzos diamantistas. Somos los hijos de la posguerra, las hojas de unos años que se creyeron la primavera. Como éstas que brillan en el fresno. Encuentro a Pascal Bruckner, un escritor y filósofo francés, de mi edad, inquietado por las mismas preguntas que se hacen conmigo tantos de quienes conocí y quiero, gracias a los días de gracia en que empezamos a imaginar el futuro. “Los años sesenta y setenta han dejado a quienes los han vivido el recuerdo de una inmensa generosidad mezclada de candor…”, dice. Y sí que había candor en nuestra búsqueda, más que nada en la certeza de que habíamos encontrado. “Un potencial ilimitado parecía a nuestro alcance: ninguna prohibición, ninguna enfermedad (lo mío no era enfermedad, ya lo dijo el doctor) reprimían los impulsos.

La prosperidad económica, la caída de los tabús ya bien carcomidos y la sensación de ser una generación predestinada, en un siglo abominable, suscitaron una gran cantidad de iniciativas. Vivíamos con la idea de una ruptura absoluta. De un día para otro la tierra oscilaba suspendida en un edén impensable. Las palabras ya no tenían el mismo sentido. Íbamos a poner siglos de distancia entre nuestros mayores y nosotros. No volveríamos a caer en sus viejas costumbres. La liberación sexual se convirtió en el medio más ordinario de lidiar con lo extraordinario. Se reinventaba la vida cada mañana, se viajaba de cama en cama mejor que por la superficie del globo”. Cierto, me digo, hasta la estupidez. ¿Qué hago yo aquí?, se preguntaba uno al despertar. “Nuestra libertad, ebria de sí misma, no conocía límites, el mundo era nuestro amigo y nos entregábamos bien a él”.
Sin duda. Todo el tiempo y desafiando cuanto fuera posible podíamos volvernos escritores, cantantes, ¡guerrilleros!, solteras de por vida, sinónimos de audacia, pintores, viajeros, herejes. “¿Qué rompió la euforia?”. Se pregunta Brukner. ¿La irrupción del sida, la crueldad del capitalismo, el retorno del orden moral? No. Todos los sabemos. “Simplemente pasó el tiempo. Sólo conocíamos una estación en la existencia, la juventud eterna”. Y: “La vida nos ha jugado una mala pasada, hemos envejecido”.
Exacto, eso decimos todos al vernos en el espejo de los otros.
 Pero no necesariamente en el nuestro. A mí, que me ha dado por hacer recuentos, por rememorar como una abuela, me apasiona el presente, y aquella certeza de que todo podía ser distinto sigue viniendo conmigo a la vida diaria. Mucho de lo que cambió en esos años se quedó vivo en las actitudes y en los deseos. Muchas de aquellas profecías de libertad están cumpliéndose. Hay cosas que nuestros hijos dan por dadas, creen que fueron así desde siempre. Las costumbres sexuales, el modo de hablar, de moverse, de vestirse y desvestirse, de elegir el destino —o eso creer—, vienen de entonces. Nació en aquellos tiempos, no sólo como una premisa, sino como un quehacer del día con día, el oxímoron perfecto: como el hielo abrasador y el fuego helado: el amor libre. Y nos costó pelearlo. En México quienes vivíamos en esta ebriedad éramos, más bien, raros. Convivían junto a nosotros las tradiciones, los noviazgos que terminaban en la puerta de la casa, las bodas de mis amigas idénticas a las de sus abuelas. 

La heterosexualidad, el aborto prohibido. La interrogante, ¿decepción?, de mi madre. ¿Qué habría hecho mal que yo le salí rara? Cuando le puse fin al desorden de cada día, anunciándole el redicho “vivir juntos”, le di el disgusto de su vida. Y reconocerlo es aceptar que envejecí para darme cuenta. Ella tejió en mis trenzas los listones de la infancia feliz, ¿qué más me hubiera dado casarme? Impensable, porque iba contra la ley del deseo como la voluntad primera. Había que decir no al amor bajo la férula de ninguna institución que no fuera la propia voluntad. Tampoco acudimos al trámite de un acuerdo civil. Lo que parecía efímero era susceptible de volverse eterno si se iniciaba como un juego de azar. Nos pedimos cosas difíciles y con suerte las hemos conseguido. Lo mismo que otros las consiguieron sin tanto ruido y unos, de entre los nuestros, las perdieron en medio de un estrépito que los lastimó de más, justo porque era impensable que lo previsto como perfecto no lo fuera.

Sin duda, pasó el tiempo, pero el amor libre no tiene para cuándo acabar. Enamorarse sigue siendo entrar a un territorio arcaico y mágico que no depende sólo de nuestra voluntad. Era difícil y noble entonces y ahora. La emancipación de las mujeres, el interés paternal en los primeros cuidados de los hijos, la flexibilidad de las costumbres, el respeto a las pasiones del otro, incluso la ironía con que hemos de mirar nuestros tropiezos, son conquistas y son responsabilidades. Esta ley sin firmas que nos puso a ser libres, que nos hizo ganar, al menos en teoría y como principio, la equidad de género, nos ha puesto también en el compromiso de convivir con la libertad de los hombres. Ya no es su obligación mantener solos una casa, ni ser los únicos responsables de la familia. Cuando pensamos en el otro decimos, jugando: mi cónyuge, no mi yugo. Y todo esto que parece venir de lejos es de apenas hace cuarenta años. Anillo de compromiso, vals de novios, marcha nupcial fueron cosas de nuestros abuelos y nuestros padres, no fueron nuestros y creímos que no serían de nuestros hijos. Pero cuando Catalina tenía siete años me preguntó si nosotros nos habíamos casado y yo, movida no sé por cuál urgencia de “normalidad”, le dije que sí. “¿Y por qué no hay fotos de su boda?”, preguntó ella que no se cansaba nunca de preguntar. “La verdad es que no nos casamos”, dije yo dándome por vencida. “¿Y por qué no se casaron?”. “Porque no se usaba”. “¿Y si no se usaba por qué todos mis tíos sí se casaron?”. Pregunta inevitable. Respuesta incomprensible. “Porque en el mundo en que nosotros vivíamos no se usaba”. Se quedó un ratito callada y luego dijo: “Pues yo sí voy a querer una boda, un vestido largo y una fiesta grande”. “Me parece perfecto, los tendrás”, prometí. Todavía no me pide que se lo cumpla. Pero será como ella quiera, porque el amor es ambivalente y cada quien tiene derecho a celebrar y honrarlo como mejor le parezca.

 Lo que en mi juventud significó ruptura ahora se suple con flexibilidad. Cada quien. Su hermano nunca preguntó nada. No es que no quisiera cantar lo mismo que nosotros. Es que le daba igual. Esto del no casarse como la única manera de ser independientes ya no es la norma. Quieren crear las suyas y a veces las crean recreando la ceremonia de nuestros padres. Quizás porque el mundo de sus padres les pareció desordenado, buscan otro orden. Está bien. El amor sigue siendo una aventura y aún tienen frente a sí el deber de vivirlo sin negarse a otros desafíos. La vida les ha dado más enigmas que a los profetas de mi generación, tan seguros de haber dado con la certeza opuesta al pasado, pero con la otra, única, verdad. Abrimos un camino que da a mil brechas, y ellos irán tomando algo de cada una. Les heredamos la certeza de que es posible elegir. Nos es mala herencia. Por eso los ha de cuidar la vida. Como a los jóvenes que fuimos y los viejos que no queremos ser. 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.

Texto original tomado de nexos http://www.nexos.com.mx/?p=20076