martes, 27 de abril de 2010

ARTÍCULO sobre el consumo


Consumismo

José Guevara


Hay ya numerosos estudios, libros, ensayos y referencias al fenómeno del consumismo, a la sociedad de consumo, al homo-consumens, a las compras impulsivas, etc, etc. A este fenómeno se le aborda con mayor o menor seriedad en películas, series, novelas y demás expresiones artísticas y comerciales. No creo ser capaz de añadir nada nuevo ahora. Sólo el gusto por reflexionar un poco e invitar a la reflexión.


En algún lugar leía yo que el ser humano es demasiado frágil como para aceptar la realidad; para enfrentarla; para luchar con ella e intentar modificarla. Demasiado frágil para tenerla presente a cada instante de su vida. Demasiado frágil para vivirla. El engaño, esto es, el autoengaño, entendido como mito, es necesario. Así pudieran explicarse el fanatismo religioso; las ortodoxias; la fe ciega en algún poder superior; en algún mundo mejor; en la salvación; en el más allá; en las curas milagrosas, etc, etc.


¿Quizá también el consumismo pueda explicarse, en parte, por esta necesidad de fuga?

Y es que en verdad la realidad puede ser muy dura de aceptar. Tan es así, que la fuga de este mundo se presenta como una alternativa tentadora. Tal vez en ocasiones necesaria para no enloquecer. Pero hay diversas maneras de fugarse de nuestra realidad, que puede ser inaceptable, en ocasiones intolerable y sin embargo no tener opción más que seguirla viviendo, al menos en lo inmediato.


Somos pobres, o feos, o torpes o ignorantes o todo junto. Esto es inaceptable, intolerable. Quizá en otros tiempos las personas se preocupaban más respecto a su destino en el más allá. Del destino de la humanidad, de si habría otra oportunidad o una vida gloriosa después de las miserias de ésta. Teníamos que ser el centro de la creación y entonces ahí estaban algunas religiones afirmando tal cosa. Los predicadores, como portavoces de entes superiores, lo repetían, para dar calma a los demás (y obtener alguna ventaja, desde luego).


Ahora no nos preocupamos tanto en el más allá. Vivimos demasiado atados al más acá. Es el hoy lo que importa. Compra hoy, paga después. No es preocupación si hay un más allá, ni las profundidades del alma o la mente. Es el fugarme hoy. ¿Para qué esperar por el paraíso prometido? Es el hoy lo que importa.


Todos (o casi todos) somos consumistas. En casi cualquier vivienda nos encontraremos que nos hemos llenado de cosas innecesarias. A veces, cosas estúpidas. Esa tendencia a acaparar, se dice, proviene de un pasado remoto en que nada estaba seguro. Algo así como el perro callejero que come todo lo que puede pues no hay certeza de que comerá algo al día siguiente.


También parece ser que somos primates imitadores. Sí, imitamos a los miembros de nuestra comunidad que juzgamos “exitosos”. En nuestro universo simbólico, la identificación con el otro suele darse, obviamente, a través de símbolos. Aprendemos, en parte, a través del ejemplo. Vemos cómo los niños pequeños adoptan actitudes de sus padres, aunque no conozcan el significado ni las implicaciones de tales actitudes.


Gestos, ademanes, tonos de voz, etc, etc. Aprendemos lo bueno y lo malo. Para un niño pequeño, el universo son sus padres o cualquier adulto con quien comparta la mayor parte de su tiempo. Y suena razonable, pues de qué otra manera puede sobrevivirse de manera inmediata si no es imitando a quien ya ha sobrevivido. Cualquiera que haya sobrevivido más tiempo que uno, ya es exitoso, al menos más exitoso que uno mismo. Esto, en términos un tanto animales. ¿No se dice que “al pueblo que fueres, haz lo que vieres”?


No entraré, desde luego, a la discusión de si traemos algo escrito en nuestra mente al nacer, o si todo lo aprendemos en nuestra convivencia, cual mente como un libro en blanco. No estoy capacitado para tal debate y ya hay numerosos estudios de gente muy capacitada en torno a este asunto. Me quedo con una cómoda conclusión: me parece que un poco de una cosa y un poco de la otra.


Así, quizá adquirimos objetos como símbolos. Símbolos de éxito. Pero ya no es el éxito algo simple como el sobrevivir más tiempo. Ahora es más complejo. Y a través de tales objetos-símbolos nos identificamos. Por eso quizá nos aferramos a nuestras posesiones materiales, porque representan algo, algo profundo para nosotros.


Hemos oído hablar del valor sentimental de algunos objetos. Las cartas que se envían los enamorados, pueden valer (para ellos) más que muchos billetes de alta denominación. No es el pedazo de papel con tinta, es el simbolismo. Así, mil ejemplos.


Puede ser que tanto nuestro deseo de fugarnos de nuestra realidad, como nuestra tendencia básica a imitar, y finalmente nuestro primitivo instinto de acaparar se conjuguen para llevarnos a la irrefrenable vorágine consumista.


Con facilidad encontraremos en Internet o en cualquier biblioteca cifras de lo que los habitantes de algunos países gastan en artículos como cosméticos, teléfonos celulares, computadoras portátiles, ropa, calzado, etc. No hablemos ya del derroche de energía, recursos de todo tipo y tiempo.


En medio de esta borrachera consumista nos está alcanzando la cruda. La cruda realidad de que no conocemos límites. Y sin embargo no parece que seamos cada vez más felices. No queremos ni mencionar el tema de la cartera vencida y las angustias que provoca tener tarjetas de crédito sobregiradas. Endeudados, obesos y angustiados, tal es nuestra situación actual.


No sólo esto. Para mantener un status necesitamos trabajar mucho más de lo necesario para sobrevivir sanamente. Trabajar duro no es necesariamente una virtud ni tampoco es sano. Más de ocho horas en una oficina es destructivo y contrario a la salud. Habría que preguntarnos para qué trabajamos tan duro. ¿Es para lograr mantener una fantasía? Contrario a lo que afirma la ética del trabajo (que no es nada ética, por cierto) el trabajo en sí, no es una virtud y bien puede estar muy lejos de serlo.


Me permitiré hacer una digresión en este punto. Ya había yo comenzado estas líneas, habiendo llegado hasta aquí, cuando curiosamente me encuentro con un artículo publicado en e diario La Jornada, el cual hace referencia, de manera indirecta y en parte al mismo asunto que me ha motivado a escribirlas. Se trata de un artículo titulado “Precio y aprecio de los libros”, escrito por Juan Domingo Argüelles.


Discurre, en términos generales, en torno a una aparente contradicción entre el valor de los libros y su precio, así como observaciones muy ciertas de la manera extraña en que la gente (que puede) gasta su dinero. Mientras que la sociedad valora alto los libros, culturalmente hablando, al mismo tiempo espera de ellos un precio bajo.


En una de sus líneas, Domingo Argüelles dice así: “…. el problema de los libros no radica en los que no tienen alfabeto ni dinero, sino en los que tienen ‘educación superior’ y poder adquisitivo suficiente para comprar libros pero que, en lugar de libros, mil veces prefieren comprar coches, viajes, ciertos lujos alcanzables, entradas para el futbol, trajes de marca, iPods, blackberrys, teléfonos celulares y demás dispositivos tecnológicos, comidas en restaurantes, suscripciones a clubes deportivos, por cuyos precios casi nunca se espantan ni protestan, como cuando lo hacen al saber que un libro cuesta la ¡estratosférica cantidad de doscientos pesos!” El subrayado es mío.


Más adelante, Domingo Argüelles cita a Gabriel Zaid en estas líneas muy interesantes y profundas: “La misma persona que se gasta 150 pesos en una camisa que va a pasar de moda inmediatamente, y que protesta por los 40 pesos de un libro, desechará la camisa sin el menor escrúpulo, pero nunca tendrá el valor de desechar el libro: sentiría que comete un sacrilegio”. Esta observación de Gabriel Zaid no tiene desperdicio. Se entiende que desechar una camisa puede hacerse sin remordimientos aún cuando se haga tan sólo por motivos de moda. No porque la camisa esté vieja, rota o sucia sin remedio. No porque se haya deteriorado. No. Basta con que haya pasado de moda, que ya no nos guste más, para desecharla sin más. De la misma manera hoy se desechan teléfonos celulares, televisiones y hasta automóviles simplemente porque ya no están de moda, aún cuando técnicamente funcionen sin problemas.


Esto muestra la otra cara de la moneda del consumismo: el despilfarro. Se desecha lo que sigue siendo funcional. Se induce a consumir y a desechar. Ciclo vicioso y estúpido que no conduce sino a una permanente insatisfacción. Consumismo y despilfarro son las dos cara de una misma moneda.


Pero además de esto, en las palabras de Zaid, se pone de manifiesto el valor simbólico que se otorga a los objetos con que nos relacionamos cada día. La camisa puede darme status, prestigio, etc, etc. El libro, si bien puede servir como objeto de supuesto status, como un adorno en mi hogar que me ayude a presumir de muy letrado, en general se le considera con un valor meramente intelectual, cultural, no tanto un valor económico. Hoy por hoy, lo que cuenta es el status económico, no el status cultural.


En lo personal, celebro que el libro aún sea considerado un valor alto, cultural, intelectual, humano, etc. Y en lo personal, me cuesta trabajo considerar un libro como un objeto más, tal como lo son mi reloj o los muebles de mi casa. Y no comparto con Argüelles el lamento de que no se le otorgue un valor económico al libro. Además de que sí se le otorga. Veamos los costosos, realmente costosos, libros técnicos necesarios para cursar carreras, maestrías y doctorados en áreas técnicas, donde algunos cuestan más de cinco mil pesos y se les considera una “inversión”. Aquí su valor es, más que nada, económico y no se les ve como algo intelectual, espiritual, cultural, etc.


Más adelante Argüelles da un ejemplo de los tesoros que compró con 256 pesos en una librería de Coyoacán, en el DF. Compara este precio con lo que se gasta un adolescente de clase media en llamadas por celular, etc. Es un ejemplo desafortunado, porque para los bellos libros que compró y de las editoriales que menciona, todos juntos por 256 pesos, casi puedo apostar que los compró en una librería de libros usados. Éstas abundan en Coyoacán. Es un mal ejemplo el que ha puesto y se ha guardado (quizá no con inocencia) de especificar el tipo de librería en que los adquirió.


En cualquier caso, si su ejemplo es pésimo en lo práctico, es excelente en la comparativa de valores que establece. El valor de un libro, el valor intrínseco de una buena lectura es incomparablemente superior al de un objeto tonto como un celular de última generación o el de un absurdo pero elegante y costoso traje Armani.


Aún si se les compara en términos estrictamente utilitarios y pragmáticos, una buena lectura nos permite conocer mejor el mundo en que vivimos y conducirnos mejor hacia una existencia más plena. Por su parte, un artilugio tecnológico que fundamentalmente confiere (o eso se cree) status, prestigio y “clase”, lejos elevar nuestro nivel de consciencia, mistifica el mundo en que vivimos, nos engaña y nos confunde, siendo esto nada conducente a una vida más plena y auténtica.


Insisto, en términos totalmente utilitarios y pragmáticos, ver con claridad o vivir confundidos en la mitología y mistificación de la vida puede ser la diferencia entre decisiones felices o torpes, entre una cuenta bancaria sana o deudas impagables con quince tarjetas de crédito.


Continua hablando Argüelles “No poca gente piensa que los libros deberían ser baratísimos cuando no gratuitos. Sin embargo, quienes creen esto, no piensan ni remotamente lo mismo respecto de su coche, su celular, su televisor”. Completamente de acuerdo con esta observación. Hacía falta que se mencionara abiertamente esta doble moral con la que nos conducimos en nuestros gastos. Lo importante es secundario, lo trivial asciende al nivel de lo fundamental en nuestra escala de valores.


Más adelante dice “No censuro en absoluto los hábitos y los vicios. En este terreno tengo por principio que cada quien es libre de elegir y reivindicar los suyos en tanto no dañen a los demás o traten de imponer a todo el mundo. Lo que digo es que si reivindicamos nuestros vicios sin preocuparnos realmente por sus costos (los viciosos no reparan generalmente en este asunto menor) es ilógico afirmar que el problema de la lectura esté en el precio excesivo de los libros”


Esto me hizo recordar una observación que me hizo una amiga recientemente: “Todos tenemos un vicio ¿cuál es el tuyo?” La plática surgió a propósito de un buen artículo publicado en la Revista del Consumidor, en torno a la novela de Flaubert: Madame Bovary. Aquí solamente transcribiré algunos párrafos de este artículo tan oportuno:


“Para escapar a un destino mediocre y sustraerse de la monotonía de la aldea provinciana donde vive, Madame Bovary tiene dos relaciones extramaritales que, sin embargo, tampoco la satisfacen, y como mecanismo compensatorio comienza a gastar por encima de sus posibilidades”


Un parrafito muy revelador que presenta aspectos claves de este fenómeno, en torno al cual podríamos discutir ampliamente. Basta mencionar la cuestión del “mecanismo compensatorio”, lo cual manifiesta que algo está faltante en la vida de la protagonista. Pero no hablemos ya de Bovary, sino de cualquier hombre o mujer que conocemos. Es más, la primera persona que conocemos somos nosotros mismos. Hablemos entonces de nosotros mismos. ¿No acaso hay algo faltante en nuestras vidas? Sin duda. El tener una vida plena, yo lo entiendo en el sentido de que lo más importante, lo fundamental en la experiencia humana está presente en nuestras vidas. Si no llevamos una vida plena, algo de lo fundamental está ausente. Entonces se presentarán a nuestra puerta, tentando nuestras inseguridades y nuestras debilidades, un sin fin de falsas soluciones a tales carencias. La tentación será grande y muy probablemente cederemos. Esto es lo que le sucede a Bovary y probablemente nos sucede a nosotros mismos en estos momentos.


Otro aspecto que revela este parrafito es que no únicamente consumimos objetos, sino que también consumimos personas. En este caso, los amantes de Madame Bovary no son más que objetos de consumo para ella. Hoy en día se habla de que una persona, en especial una mujer puede ser un objeto sexual. Vemos que también un hombre puede serlo. En cualquier caso, el énfasis no es en lo sexual ni tampoco en la calidad de objeto que le otorgamos a un semejante, sino en la actitud que tenemos ante dicha persona-objeto. Esperamos milagros de los objetos. Esperamos que llenen nuestras más profundas carencias. Y esta esperanza es para objetos y para personas-objeto. Esperamos que una persona resuelva nuestros vacías existenciales y emocionales.


Lo más grave, insisto, no es que conlleve un aspecto sexual ni tampoco la cosificación que hacemos de un semejante. Lo grave es que neciamente esperamos que resuelva nuestros más profundos vacíos, algo que nunca podrán hacer ni los objetos ni las personas-objeto que consumimos.


Más adelante, este otro párrafo: “Pero en la medida que sus relaciones con León, un empleado de la notaría y Rodolfo, un burgués local, tampoco cumplen sus fantasías, Madame Bovary trata de paliar su malestar con compras” Ahora citando directamente a Flaubert: “Los apetitos de la carne, la codicia por el dinero y la melancolía de la pasión se confundían en un mismo sufrimiento”


En dos líneas Flaubert dice mucho, casi lo dice todo. Y demos crédito también al autor del artículo porque en tres líneas también nos coloca ante un material para reflexionar por mucho tiempo. Antes que nada, recordemos quién era Madame Bovary. Si no hemos leído la novela, aquí una pincelada de la génesis de su psique, bien atinada por el autor del artículo: “Ávida lectora de historias románticas, educada en un convento con compañeras de elevada posición social, sueña con la vida de pasión y lujo que su marido no puede darle”


A la luz de esto y si continuamos leyendo la novela, veremos que esas “fantasías” que sus amantes no pueden cumplirle, van mucho más allá de la cuestión de fantasías sexuales. No es tan simple como que tales amantes fueran malos en la cama y por tanto Bovary se sintiera insatisfecha sexualmente, acto seguido decide ir de Shopping para compensar. La realidad es que no está satisfecha en sus anhelos más caros: el de sentirse viva. Y la pasión no es simplemente sexual. Esto es, sus vacíos son mucho más que una insatisfacción carnal, la cual tal vez ni siquiera sea un problema. Y para sentirse viva, o sentirse alguien, concluye que la pasión y el lujo son lo que hace falta. A partir de ahí, hará todo lo posible para conseguirlos. Buscará pasión en hombres-objeto, buscará lujo en objetos costosos y triviales. Ni unos ni otros podrán proporcionar tranquilidad ni satisfacción de ningún tipo. No sabe de lo que carece ni sabe dónde conseguirlo. Pero está segura de todo lo contrario. Está segura de que sabe y puede.


“Emma compra obsequios para sus amantes (corbatas, cigarreras) y para ella, vestidos para lucir más hermosa, y objetos decorativos para su casa” “Las novedades de París y mil curiosidades femeninas”.


¿Por qué piensa Bovary que la pasión y el lujo son lo que le hace falta? Esta mujer es resultado de su época y su lugar. La novela se sitúa en Francia del siglo dieciocho. Pero hoy y en México, las cosas no son muy diferentes. La pasión, el lujo, el status son lo necesario, lo indispensable. Si Bovary se leía las novelas rosa de su época, hoy no leemos, pero vemos telenovelas o series televisivas o vamos al cine o todo junto.


Todas estas historias que consumimos indican, en su versión moderna y adaptada al folclor local, lo que las novelas rosa de otros tiempos y otras latitudes, como la Francia del dieciocho. Así aprendemos, como Bovary, a codiciar ciertas cosas. Lo que es peor, repetimos su más caro error: pensar que tales cosas satisfarán nuestros profundos vacíos, a pesar de que una y otra vez la realidad nos demuestra lo contrario.


En resumen, algo nos falta y pretendemos llenar ese vacío con cosas. (A propósito, es interesante leer a Marcuse, en su señalamiento de los impulsos sexuales sublimados y expresados posteriormente de maneras inesperadas. Marcuse, creo siguiendo un poco a Freud)


Y ahora que llegamos a este punto, recuerdo que algún estudioso (de quien no recuerdo el nombre en este momento) dijo que “el hombre es un animal simbólico”. Esto lo leí hace ya varios años en un libro llamado El Eros electrónico, de Román Gubern.


Cuando leí tal cita, me hizo pensar en cómo relacionar tal cuestión con el célebre análisis del fetichismo de las mercancías que escribió Marx dentro de su obra magna El Capital. Me parece que debe haber alguna correlación, pues la idea central es que el ser humano se comunica a través de símbolos, símbolos que representan la realidad, pero que no son la realidad misma. De esto habla Gubern en el libro citado (y seguramente en muchos otros de sus libros que, desde luego, no he leído).


Pero aquella lectura me recordó, a su vez, dos libros que leí hace más años, uno titulado (al menos en México) El lenguaje en el pensamiento y en la acción, de un autor norteamericano de origen oriental, llamado Hayakawa y otro libro llamado Pensamiento y lenguaje de un autor Ruso, pero no me refiero a Vigotsky ni a su libro que lleva el mismo título, sino a otro autor... que en este momento no recuerdo.


El punto central, decía yo, es la importancia que los símbolos tienen para el ser humano y lo que han desempeñado en su sobrevivencia y progresivo dominio de la naturaleza y de sus semejantes. Si algo entendí de aquellas lecturas, es que podemos decir que el ser animales simbólicos, es lo que nos ha permitido tener un lenguaje tan complejo.


Esto es, estamos hablando de nuestra humana capacidad de abstracción. Esta capacidad de abstracción puede entenderse como una capacidad reduccionista de los fenómenos naturales que nos rodean… Pero también lo es hacia nuestro interior, puesto que también reducimos, simplificamos y sintetizamos nuestras experiencias internas.


De algún modo, sin que lleguemos al extremo de una postura solipsista, podemos decir que la realidad es sumamente compleja, inasequible e incomprensible en su totalidad. Por esto, para poder percibirla, asimilarla, hasta cierto punto comprenderla y lo que es más, transmitirla, nos vemos obligados a reducirla, sintetizarla, generar abstracciones, conceptos. Llegar a los símbolos, a tener una codificación de interpretación de los mismos, etc. Todo esto nos permite un lenguaje.


¿Por qué esto tiene que ver con el consumismo del que hablaba al principio?

Creo yo que somos fácilmente seducidos porque vivimos un universo simbólico cada día más alejado de la realidad. Hemos creado abstracciones de las abstracciones. Símbolos que representan símbolos. Nuestro lenguaje cada día se aparta más de nuestras experiencias y de nuestras realidades. Nuestras vidas cada día están más alejadas de nosotros mismos. Vivimos vicariamente en muchos casos. Fantasía pura, palabras y expresiones que comienzan a quedar sin sentido. Que tengamos un lenguaje complejo y elaborado no es garantía de que poseamos una cultura elevada. Lo decisivo, creo yo, es qué tanto de lo que representa nuestro lenguaje lo vivimos significativamente.


Pongamos algunos ejemplos. Algo simple en nuestro lenguaje, cuando decimos que una idea es tan “clara como el agua”. Recurrimos a una metáfora para ayudarnos a comprender mejor.


Un ejemplo que da Hayakawa (y que me quedó muy grabado) del universo simbólico en el que vivimos, en el cual el símbolo importa más que la realidad, es aquél en el cual hace referencia a los estudiantes que cometen fraude al presentar un examen académico mediante el uso de un “acordeón” o cualquier otro truco. Así, parece que lo que en realidad importa es la calificación, no el conocimiento.


En teoría, la calificación debiera representar (simbolizar) el conocimiento. Pero dado que se exigen altas notas, lo importante son ahora las notas, no el conocimiento. Y si aquel que tiene el mayor conocimiento accede a los privilegios sociales, entonces un buen atuendo representa un privilegio social, el cual está sustentado en las buenas notas, las cuales están sustentadas en conocimiento. Y podemos seguir ad-ifinitum.


Llegado un punto, se pierde toda relación entre el símbolo último y la realidad. Se puede ser un completo ignorante vestido con un traje Armani de $5000 dólares. En cualquier caso, son muchos los que denuncian este asunto. Creo que fue MacLuhan el que dijo aquello de que “el medio es el mensaje” y de ahí Baudrillard escribió maravillosos ensayos.


No he dicho absolutamente nada nuevo, lo han dicho muchos y de muchas maneras y con mayor claridad y profundidad. Es más, la sabiduría popular lo ha dicho también, y de manera concisa. Recordemos que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. Esto no es más que la denuncia de la falsedad y la falta de correlación entre los símbolos y la realidad. Algo que el humano ha llevado al extremo. Y se lleva al extremo pretendiendo que un televisor de 40” nos hace mejores que aquellos que no lo tienen.


¿A qué se debe que hemos llevado al extremo aquello que nos permitió el lenguaje y la comunicación, aspectos indispensables para salir de las cavernas? No lo sé. Pero me parece que hemos querido que el lenguaje nos siga ayudando a resolver muchos problemas. Ya nos ayudó a organizarnos para cazar animales para comer. Los hombres primitivos lo usaban para idear planes para cazar animales, comunicándose a través de ruidos, gritos y dibujos, pinturas, etc. Ya nos ha ayudado, el lenguaje, a muchas cosas más. Creo que el lenguaje y el simbolismo pueden ser muy bellos, pero en muchos casos no son más que una herramienta que hemos de tomar con cautela.


A propósito de esto, tal vez hayan leído la trilogía de la Fundación, de Isaac Asimov y sus continuaciones posteriores y anteriores. Entre muchas otras cosas, se describe un mundo futuro en el que algunos cuantos humanos muy evolucionados desarrollan una capacidad insólita, que es la de percibir los sentimientos de sus semejantes con claridad y sin mediación de palabra o gesto alguno. No es que lean la mente, sino que leen el corazón, incluso a la distancia.


Me parece que Asimov hizo una alusión a algo que todos conocemos muy bien, que hay personas de la vida real (no de una novela de ciencia ficción) que son sumamente perceptivos en cuanto a las emociones y sentimientos ajenos. Se dice que, en especial, las mujeres son excelentes en esto. Y se argumenta que tal capacidad femenina tiene que ver con su pasado casi exclusivo a la crianza y cuidado de bebés y niños pequeños. Éstos no hablan o lo hacen limitadamente, por lo que es menester otro tipo de lenguaje madre-hijo para que se preserve la especie. Otra comunicación que no requiera palabras, conceptos, abstracciones, etc. Requieren el lenguaje del corazón. Claro, esto suena cursi, o por lo menos, carente de sentido científico. ¿Es ese otro lenguaje que nos ha ayudado a preservar la especie, el lenguaje del que habla Erich Fromm en su libro El lenguaje olvidado?


Si es que hemos olvidado ese lenguaje (del cual no me atrevo a hablar pues de ese no he leído prácticamente nada) y hemos abusado del lenguaje simbólico, abstracto, racionalizante, entonces tal vez podamos empezar a volver a aquél que rigió con mayor fuerza en los albores de la humanidad, que permitió a una madre conocer las necesidades de su bebé sin mediar palabra alguna.


Hoy estamos en una juerga de simbolismos: pantallas de 40 pulgadas o más, iPods, iPhones, Lap Tops; costosos trajes para los hombres y caros vestidos de marca para las mujeres; autos de lujo, o deportivos o deportivos de lujo. Todos ellos prometen transformarnos de simples vecinos a reyezuelos de barrio, wanna-be ricos o pretenciosos de llegar a la clase alta, o al menos al siguiente escalón. Y si esto no se puede, al menos hemos de simularlo. La simulación, otra droga más para evadirnos de nuestra dura realidad.


Si viéramos que tales objetos-símbolos carecen de conexión con la realidad y que no son más que símbolos que representan otros símbolos ad-infinitum y en la base de todo no hay nada, entonces dormiríamos tranquilos aunque no poseyéramos ninguno de ellos.


Pero esto no sucede, vivimos en la continua ansiedad. Marx mencionaba (y no recuerdo si es en su estudio acerca del fetichismo de las mercancías o en sus manuscritos filosóficos) que el productor de bienes busca excitar el apetito de los consumidores como lo haría un alcahuete que promete satisfacer cualquier deseo, cualquier pasión desde las más bajas hasta las más altas, y una vez siendo satisfecha ésta, abrirá un nuevo frente por donde tentar al consumidor y seducirlo.


Y eso ya lo advertía Marx en los tiempos de Marx. ¿Qué será de nosotros hoy en día, hoy que se ha perdido toda proporción y que la tecnología ha avanzado de manera descomunal, siendo que la seducción y la tentación pueden generarse con mucha mayor efectividad que en tiempos de Marx? Esto es, la creación de símbolos que no representan nada, hoy es de lo más eficiente y rentable que en cualquier época pasada. Basta ver el eslogan de conocida empresa automotriz que reza “Lo importante es siempre tener algo que alcanzar”. Quien quiera que haya diseñado semejante eslogan, seguramente leyó a Marx.


En resumen puedo decir que, si estamos endeudados, angustiados por sentirnos inadecuados en cualquier aspecto y tenemos tendencia a la obesidad y a la simulación, bien podemos empezar a sospechar que todas esas cosas que codiciamos, lejos de ayudarnos a salir del agujero en el que nos hemos metido, nos hundirán más. La fortaleza de la seducción es nuestra desesperación. Es seducido fácilmente aquél que está carente y ansioso.