miércoles, 8 de agosto de 2007

CUENTO del Fondo de Cultura Económica

Ácido bórico

Tryno Maldonado

Para C.R.G.


01. Esa madrugada las cucarachas
terminaron al fin por sacarme del departamento. Todo,
absolutamente todo, incluyendo mi matrimonio y la
ciudad, se fue a la mierda.

02. Por la tarde tomé unos mezcales y me
fui a nadar a un balneario de las afueras de Oaxaca.

03. El departamento nos había sido
recomendado por Martín Solares. El lugar era una casa
antigua y céntrica, pero remozada y dividida en
departamentos amplios listos para recibir la basura
per cápita diaria en la que gozaban gringos jubilados
durante las temporadas altas, pero que, por el
conflicto social que paralizó a la ciudad desde hace
meses, se encontraba vacío y a menos de mitad de
precio, es decir, a un precio de pronto no prohibitivo
para un matrimonio mexicano joven y de clase media
como lo éramos Claudia y yo.

04. Esos días llevé un diario en una
Moleskine. Un diario, diagramas y dibujos. Por eso lo
tengo tan claro. La primera cucaracha que vi fue una
del tipo que días más tarde catalogué en mi libreta
como “obispo”, cucaracha-obispo, por la forma recta y
recortada como una capa que adquirían sus alas en la
parte inferior, además de lo prieto de su pigmento.
Prieto como la mierda. O como los obispos, más
exactamente. Eso es. Antes de aquel episodio no
conservo recuerdo de mayor contacto que el incidental,
anecdótico o distante con cualquier clase de blátido.
Cuando la vimos, Claudia, de temperamento claramente
más urbano y civilizado que el mío, dio visos de
querer aplastarla por acto reflejo, pero la sola idea
de escuchar el estallido del esqueleto externo como el
crepitar de una nuez bajo la suela me movió a
detenerla en el acto. El insecto aprovechó esos
instantes de duda para subir por su sandalia y trepar
con una velocidad amenazante hasta su muslo interno
antes de que yo se la sacudiera de encima con un
periódico. ¿Tocarla yo? ¡Ja! Ni hablar... El animal
fue a caer al suelo con un ligero chasquido, a
perderse más tarde debajo de la estufa como un
cochecito de fricción enloquecido. Claudia pocas veces
me había mirado de esa manera.

05. Aunque nuestra estancia en Oaxaca
tenía un propósito muy determinado y de antemano
finito, Claudia y yo no dudamos en darle a la casera
un depósito equivalente a la renta de un mes en signo
de buena voluntad, creyendo con candor que podríamos
volver extensibles una vacaciones posteriores bajo el
subterfugio de una comisión de su trabajo. Ninguno de
los dos hubiera apostado un peso a lo contrario.

06. No me atreví a desempacar durante tres
días.

07. Claudia debía viajar sin variedad
todas las mañanas hasta un pueblo cercano para hacer
el trabajo que nos había traído desde el norte hasta
acá. El Forum de las Culturas le había consignado la
documentación gráfica y escrita, día a día, del
proyecto de cierto artista plástico zapoteco mimado
por la Fundación Rockefeller en lo que seguramente
sería una reivindicación por su conciencia de culpa
blanca antes que por cualquier parámetro estético. Y
es que a decir verdad las estatuas eran naíf y
horrorosas, sobre todo horrorosas. La empresa
consistía en crear dos mil quinientas un estatuas de
barro de tamaño real, representando a sendo número de
emigrantes mexicanos fallecidos en la frontera con
Estados Unidos. Una locura y una pérdida de tiempo, si
me lo preguntan. Pero el caso es que, salvo las
primeras veces que la acompañé al pueblo fantasma
sitiado por huestes de estatuas de barro, como regla
general me quedaba en casa. A eso, en resumen, y nada
más, habíamos ido hasta allá. O al menos ella. Yo, por
mi parte, fingía escribir una nueva novela, tal como
he hecho en los últimos años para quitarle unos pesos
a mi agente e ir al día.

08. De la segunda y tercera cucarachas que
pude ver en el departamento, una de ellas pertenecía a
eso que me dio por clasificar como del tipo
“díazordaz”, cucaracha-díazordaz, por las asombrosas
similitudes que encontraba con el rostro de aquel ex
presidente, no sólo en facciones, sino en las maneras
de desplazarse y, en general, en su forma expansiva y
campechana de ocupar el mundo. Su coraza era más
pálida y traslúcida que la de una cucaracha-obispo, su
talla visiblemente más corta. Y lo sé porque en esa
ocasión las vi juntas. Había ido al supermercado a
hacer nuestras primeras compras de víveres cuando me
las topé, justo en la línea imaginaria del vano de la
puerta de la recámara. De inicio creí que se trataría
de alguna mutación oriunda de cucaracha como
consecuencia lógica de la abundancia de gases
lacrimógenos y gas pimienta en la ciudad. Pero no. Un
cuerpo luengo y articulado se contorsionaba sobre sí
mismo. Una pareja de cucarachas apareándose, pensé
luego.

Pero sólo hasta que me puse en cuclillas y
tuve a la pareja de insectos a medio metro de mis
narices, me pude percatar de lo que en realidad
hacían. La cucaracha-obispo devoraba a la
cucaracha-díazordaz por la cabeza. La obispo era casi
el doble de talla que la primera que vimos, con la
diferencia de que ésta mostraba una especie de
collarín parduzco que de alguna forma debería
distinguirla o realzarla en jerarquía selectiva frente
a las otras. No lo sé. El caso es que la
cucaracha-obispo detuvo su cruel envestida contra la
pobre díazordaz en el momento en que logró arrancarle
al fi n la cabecita. Ni siquiera se la comió.

Luego se marchó a toda velocidad
zigzagueando por la orilla de una pared para irse a
perder en un orificio del registro de agua. Me puse de
rodillas, tirando al suelo las bolsas del supermercado
sólo para poder recoger entre el índice y el pulgar la
cabeza cercenada de la cucaracha-díazordaz. Sus
larguísimas antenas aún se movían frente a mis ojos
como látigos.

09. La primera vez que Claudia no volvió a
casa por la noche ni siquiera me alarmé. Ni tenía
motivo. Cerca de la hora de la cena me envió un
mensaje de texto para avisar que pasaría la noche en
el pueblo de las estatuas de barro, pues los taxis
colectivos, el único medio para volver a la ciudad,
habían dejado de circular hacía una hora. No dejó de
parecerme sospechoso su mensaje, pues en aquel pueblo
no llega señal telefónica. Cené corn-flakes, pan dulce
con Coca-Cola y me fui a dormir. Al amanecer descubrí
que las cucarachas habían tenido una orgía magnífica
sobre mi tazón. La hambruna había terminado. Muchas,
incluso, no pudieron abandonar el fondo por lo gordas
que habían quedado.

10. Le conté a Claudia el incidente pero
ella, dentro de su pragmatismo insobornable, adujo que
era lo más normal que un departamento desocupado
durante tanto tiempo tuviera insectos, que sólo era
cosa de días para que cedieran a nuestra presencia.
Además, ella sólo había visto la primera
cucarachaobispo, una sola, y dijo que tampoco era para
tanto, que no fuera tan fresa. Juro que eso dijo.

11. En el mercado le conté mi problema a
una vendedora de tlayudas. Me recomendó el ácido
bórico y compré tres frascos en una ferretería. Para
ese tiempo habían trascurrido dos semanas y no me
había bañado siquiera por temor a que uno de esos
insectos saliera por la coladera y subiera hasta mis
testículos para devorarlos tal como vi hacer a la
cucaracha gorda del collarín con la cabeza de una
pobre cucaracha-díazordaz. Me veía obligado a comer
fuera sin variedad, pues no pretendía correr el riesgo
de almacenar sobrantes de comida, no iba a ponerles un
banquete nunca más. Pero, sobre todo, lo que me
decidió a recurrir al ácido bórico fue la aparición de
una tercer clase de cucarachas, la más asquerosa,
evolucionada y temible de todas. La
cucaracha-calderón.

12. Antes de usar el ácido bórico por
recomendación de la señora del mercado, le llamé por
teléfono a Martín Solares a París para pedirle un
consejo. No se me ocurrió mejor idea dado que fue él
mismo quien me había recomendado el departamento, y en
mi reducida visión del mundo era él y no otra persona
quien debería tener la respuesta que yo estaba
esperando escuchar. “Raid Max”, fue lo último que dijo
Martín desde el otro lado del Atlántico con una voz
pastosa antes de volver al sueño del que mi llamada lo
había sacado.

13. La segunda vez que Claudia no volvió a
casa por la noche fue, según ella, por algo un poco
más serio. El movimiento popular había cerrado todas
las vías de acceso por tierra. Hubo helicópteros
sobrevolando el centro y un olor agridulce impregnó el
ambiente como resabio de los gases y la pólvora.
Encendí la tele y un tipo dijo que la policía federal
estaba en camino. Tres aviones Boeing. Una veintena de
helicópteros. Una treintena de tanquetas. Y ni un solo
taxi para volver de aquel pueblo perdido, según
Claudia. ¡Bah! ¿Quién va a creérselo? No las
cucarachas, claro. Ellas se quedaron en la ciudad, al
pie del cañón.

14. Es asombrosa la cantidad de
sensaciones auditivas y visuales que puede causar un
veneno para insectos en apariencia tan dócil como el
Raid Max. En su tiempo jamás usé el cloruro de etilo,
“heroína rápida”, que de pronto se puso tan de moda
entre los adolescentes de clase media-baja con los que
me inicié en muchas otras cosas durante la prepa, pero
intuyo que los efectos no deben de ser muy diferentes.
La primera semana rocié durante tres días, mañana y
noche, cada rincón, cada orificio del departamento con
el spray. El resultado fue inmejorable. Al volver a
casa encontraba el suelo tapizado de decenas de
cadáveres duros y crujientes. Sin embargo, bastaba que
se emancipara la concentración de Raid Max para que
una nueva camada de insectos plagara el baño, el
clóset, la cocina y la recámara, sobre todo la
recámara, donde estaba el registro del agua.

15. Cuando Claudia se dormía, me
acostumbré a estar bien alerta, a encender las luces y
a estar atento sin pestañear con la vista clavada en
las paredes, en las esquinas, en el techo, en la
alacena, en los resquicios más profundos y coladeras,
con la botella de Raid Max en mano. Apenas apretar el
disparador y las muy culeras caerían muertas,
retorciéndose sobre sí mismas, con las seis patitas
tiesas al aire. Muchas veces acerqué el oído hasta
ellas para intentar escuchar el sonido que deben de
hacer cuando agonizan. Nunca obtuve resultados.

16. A la tercera semana ya no dormía ni
una hora. Alguien tenía que mantener la guardia. Y no
era yo quien iba a dar su brazo a torcer ni mucho
menos a otorgar tregua. Fue entonces cuando me
recomendaron el ácido bórico. Me recomendaron hacer
una preparación con manteca, azúcar, mucha azúcar, y
cantidades generosas del ácido. El resultado fue una
pasta ambarina y rica como el dulce de leche, pero
letal para los insectos y su prole. A veces, durante
las noches, cuando Claudia se quedaba dormida, la
untaba sobre pan tostado y la acompañaba con Coca-Cola
y Red Bull para mantenerme despierto ante cualquier
eventualidad. Dejé de hacerlo cuando un buen día el
dolor de estómago no me permitió levantarme.

17. La cucaracha-calderón era la peor de
todas las que logré clasificar en ese periodo. Era la
más golosa, sucia, torpe y lenta de todas. Nada que
ver con la bravura y el arrojo de la obispo, ni mucho
menos con la astucia y la rapidez de la díazordaz. La
cucaracha-calderón era pertinaz, imbécil pero pertinaz
y, sólo ahora lo creo, inmortal. Fue esa especie la
que terminó por sacarme del departamento. Cuando me
daba a la tarea de leer, por ejemplo, cosa que cada
vez sucedía con menor frecuencia, tenía que mantener
el rabillo del ojo alerta para evitar sentir de pronto
ese cosquilleo tan familiar bajando por mi espina
dorsal. Dejé de traer en definitiva comida a la casa y
procuraba usar el baño lo menos posible, mantenerlo
aséptico con Cloralex y Pinol, tal como el resto del
departamento, que aseaba desde temprano, tres veces al
día, pero que con todo y eso parecía no ser
suficiente.

18. La tercera noche que Claudia no volvió
a la casa la radio local fue intervenida y una voz
agitada dijo que era momento de “una nueva
revolución”. Juro que así lo dijo. Pasaron tres noches
más y Claudia seguía sin aparecer. Pensé en llamar a
Martín Solares, pero recordé que en París a esas horas
la gente acostumbra dormir. En el pueblo donde Claudia
trabajaba no había teléfono ni Internet y su celular
jamás recibía señal en ese sitio. El gas pimienta se
filtró por los vanos y afuera hubo bullicio y trasiego
y crepitar y detonaciones. Se cortó la energía
eléctrica. Me encerré en el clóset abrazando una
botella de Raid Max para mantener a raya a las
cucarachas-calderón, que insistían en buscar refugio
alrededor de mi calor corporal y de mis detritos.
Alguien en esos días incluso entró al departamento y
se llevó todo lo que consideró de valor. Intentó
varias veces forzar el clóset, sin éxito.

19. A Claudia nunca volví a verla.

20. En mi Moleskine clasifiqué también los
distintos tipos de muerte que pude distinguir. Los
cadáveres pasados por Raid Max sin variantes
terminaban con el esqueleto exterior tostado y
crujiente. Las muy cabronas terminaban tiesas y
desecadas como hojarasca. Pero en cambio, las muertes
producidas por ácido bórico variaban sutilmente,
dependiendo de la cantidad de veneno consumida así
como de la talla, especie y edad del insecto. Por lo
general las cucarachas terminaban inflamadas y bañadas
por su propia humedad, como si hubieran fallecido por
permanecer toda la noche en un tazón de corn-flakes.
Incluso, en los casos más drásticos, llegué a ver
muertes por entallamiento de órganos internos y
profusas hemorragias. Una sustancia blancuzca y
difícil de quitarse de encima escurría por sus
vientres y cabecitas formando burbujas plastificadas.

21. Cuando hizo su efecto, el ácido bórico
que esparcí por todo el departamento me regaló mis
primeras horas de sueño en muchos días encerrado en el
clóset, sin salir apenas para ir al baño o tomar agua
del garrafón en el que de todas formas nadaban los
insectos a sus anchas. Con todo esto, no tenía manera
de saber que lo peor estaba por venir con la segunda
llegada de la cucaracha-calderón, que fingía estar
muerta para luego, aprovechando cualquier descuido,
volver a la carga por entre los resquicios de la
puerta del clóset.

22. Un buen día en la calle volvió a
reinar el silencio. Supe que no debía pensármelo dos
veces, que debía aprovechar la tregua o la escampada o
cualquier cosa que ocurriera allá afuera, para huir a
toda prisa de ese culo del diablo en donde Claudia
había ido a meternos.

23. Ningún tipo de transporte público
seguía funcionando. Sólo vehículos policiales y
tanquetas. Nadie que viera mi facha haciendo dedo en
la carretera quiso llevarme. Debí caminar varias
decenas de kilómetros sin saber bien a bien hacia
dónde me dirigía. Por la tarde me fui a tomar varios
mezcales en el primer antro que pude ver en las
afueras de la ciudad. Y más tarde a nadar en un
balneario de San Agustín Etla, el lugar a donde sin
saberlo me habían guiado mis pasos. Cuando salí de la
alberca, mientras me secaba con una toalla clorada y
tiesa, un hombre me preguntó lo siguiente: “¿Viene de
la ciudad? ¿Es cierto que llegó la Policía Federal y
que hubo decenas de muertos? Ya no hay señal de
radio...”. Al ver que no le respondía, unos minutos
después insistió por otro cauce. “¿Y cómo está el
agua?”. “Deliciosa”, dije. G

Ciudad de Oaxaca, 2007.


Nota:
la Gaceta #479, del FCE (Fondo
de Cultura Económica)del mes de julio, 2007, fue
retirada de las bibliotecas donde se había
distribuido.


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